A media mañana
toda la tercera edad
y yo nos ponemos
a remojo en la piscina
municipal.
Practicamos el nado
con constancia
y, sobre todo ella,
sin prisa alguna
por alcanzar
el extremo opuesto
de cada largo.
No tengo más remedio
que adaptarme
a su velocidad
y parsimonia,
o acelerar en los huecos
que van quedando
en cada calle.
Se conversa poco,
se trata de un deporte
muy introspectivo
y casi sin hablar
cedes el espacio
o descansas hasta
que se aminore
la congestión.
Por mucho que difieran
nuestros cuerpos,
con estos rituales
me someto a una gran
cura de humildad:
todos somos
sucedáneos
de los peces
y qué pasajera es
nuestra arrogante
juventud.
Fotografía: Tina Barney
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