Cuando bajo la cuesta
de la Casa de Campo
-ahí por las seis
de la tarde, en pleno
mes de diciembre-,
serpenteando hasta
los llanos de ese estanque
grande con piraguas,
barcas de recreo y
visitantes a propósito
-porque esto queda
un poco en la periferia-,
veo cómo se refleja
el sol poniente sobre
el perfil desigual y
bronceado de los edificios
con orientación oeste,
con sus miradores
hacia esta masa arbolada
y hacia el fresco espontáneo
de nubes morosas
y pintonas que conforman
las llamadas vistas
privilegiadas y
que dotan de precio
inmobiliario
a las susodichas
propiedades.
Entonces pienso
en Oslo y
en Estocolmo,
en esas pocas horas
de luz nórdica,
por muy boreal
que se tiñan a veces
sus auroras,
y en cómo será
vivir en el exilio
de veras,
sin impostura
literaria que valga,
acorralado
por una nieve
persistente,
empujado por
la inercia del frío
y de las ventajas
del Estado
de Bienestar
a mis refugios
solitarios,
aún más,
si cabe.
Entonces ya no
hay día en que
no observe el lago,
los piragüistas
y los paseantes
atribulados,
con una especie
de nostalgia
injustificada,
como si hubieran
desaparecido ya,
como un tesoro
que me había tocado
en suerte
y que ahora está
a punto
de enterrarse otra
vez en el viejo mapa
porque alguien
con quien no quiero
identificarme
ha comprado
ya el billete
de ida.
Fotografía: Elio Ciol
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