Todo individuo
lleva en sí
una caja negra
escondida.
En los bolsillos,
como una carta
en la manga,
con la forma
del caramelo
que zarandeamos
de una lado a otro
de la boca.
Cuando el individuo
va a la clase
de yoga
y está y no está
junto al resto
de participantes,
la caja negra
sigue haciendo
de las suyas.
Si decide ir
a la cancha
de baloncesto,
flanqueada
por altas verjas
disuasorias,
hay algo oscuro
que guía
cada disparo
a la canasta.
Si va a correr
solitario
y se sumerge
en la penumbra
de los bosques,
o si mira
hacia el curso fluvial
que le acompaña,
una voz lejana
sigue mascullando
a su aire.
Nada se escapa
a las aviesas
intenciones
que se maquinan
en el interior
de la caja negra,
pero el individuo
prefiere no darle
la mayor importancia.
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