Salimos a caminar por la montaña
y comprendimos que éramos
nosotros el objeto del safari.
Las aves rapaces regulaban
el tráfico desde el aire
por si acaso debían intervenir
los servicios de asistencia forense.
La autoridades productivas
de los hormigueros emitieron
su declaración de guerra
frente a las huestes de excursionistas.
Desde su ocioso y abundante paraíso,
y con no poca mofa, los macacos
aceptaban las dádivas y chucherías
en todo un gesto de compasión.
La asamblea de rumiantes encargada
de predecir los cambios climáticos
no alteró sus hocicos al paso
de las almas en pena.
Una serpiente bambú
espantó rauda a los compradores
ansiosos de parajes naturales.
Los controles de aduanas
a lo largo del trayecto
caían bajo la competencia
de insaciables arañas peludas.
Cuando los mochuelos tocaron
el silbato dando orden
de dispersarse, corrimos a las guaridas
donde nos estabulan
con nocturnidad.
Se han agotado ya todas las localidades
para que las manadas del bosque
vuelvan a aplaudirnos
desde las cunetas
en los días festivos.
Fotografía: Sofía Santaclara
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