En el mundo a cada rato
No sé si es por causa de las fechas navideñas o porque Cayetana Guillén Cuervo, la presentadora de Versión Española, no pierde oportunidad para aportar su granito de arena en pos de causas perdidas, pero la noche del viernes pasado (21 de diciembre) nos dio una auténtica bofetada moral con las cinco historias que forman la magnífica película “En el mundo a cada rato” (2004). No sé si de verdad estos esfuerzos de UNICEF, la instigadora de estas filmaciones, llegan a remover algo de este mundo tan demente: consumo desenfrenado, niños-soldado, masacres religiosas, esclavitud legal, penas de muerte, compra-venta de armas, locos en la carretera... Lo que sí logran es conmocionarte, arrancarte un grito de rabia, enfurecerte de impotencia. O no. ¿Por qué escribo, si no? ¿Por qué trabajo, educo, comparto, quiero, pienso, valoro... si no? No sé.
En “El secreto mejor guardado”, Patricia Ferreira puso a algunos actores de la India a contar el denodado empeño de Ravi por conseguir un uniforme con el que ir a la escuela, aunque siga con los pies descalzos, vendiendo comida en la calle, viviendo con su abuela como todo parentesco... y padeciendo las secuelas del SIDA que, probablemente, le legaron sus padres desaparecidos. “La vida efímera”, de Pere Joan Ventura, llega aun más lejos: varios niños mueren de malaria delante de las cámaras en un hospital de Malabo (Guinea Ecuatorial) donde la luz se corta en medio de las operaciones quirúrgicas y nadie ha visto jamás un “banco de sangre”. “Las siete alcantarillas”, dirigida por Chus Gutiérrez, no ahorra tampoco en fallecimientos y carencias de lo más básico, a los que se suman malos tratos a una madre, delincuencia de un chaval adolescente, “coleccionismo” de basura por parte de un padre y un paisaje sin asfaltar en una villa-miseria de Córdoba (Argentina). Javier Corcuera (el magnífico director de otra película que también me estremeció hace años, “La espalda del mundo”) presenta aquí “Hijas de Belén”, donde el trabajo duro en la economía informal de Iquitos (Perú) puede ser la única vía para que unas niñas, tenazmemente protegidas por sus madres y abuelas, vayan a la escuela y escapen de la prostitución. Finalmente, el optimismo y la risa por doquier estallan en la soberbia grabación de Javier Fesser, “Binta y la gran idea”. En la extrema región de Casamance, en Senegal, los prejuicios de la tradición patriarcal y una simpática anécdota en torno a una carta, se conjugan con sesiones escolares variopintas y, en particular, con una representación teatral de “concienciación” (al estilo del “teatro del oprimido”) acerca de los padres que no permiten a sus hijas ir a la escuela. Un enjambre de niños, colores y griteríos, al fin, dejan una estela de emociones y razones encontradas en el espectador.
¿Por qué persiste este mundo con millones de niños y niñas sin los más elementales derechos humanos? ¿Qué puede hacer una película por ellos? ¿Qué hacemos los que la vemos? ¿Es incluso el “arte realista” una evasión más para ciudadanos con “mala conciencia” por su propio bienestar en abundancia? No sé. Sólo puedo decir que estas obras (documentales al pleno, por lo menos las tres últimas, y gran parte de las dos primeras) merecen muchas más palabras, atención y acción que cualquiera de las decenas de películas comerciales, más o menos vacías e intrascendentes, que estrenan todas las semanas en los cines.
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