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Una cierta verdad

Una cierta verdad

 

 

Entre las películas pequeñas, modestas y ocultas en la maraña de cientos de producciones millonarias, a veces se encuentran perlas cultivadas como Una cierta verdad (Abel García Roure, 2008). Es el primer largometraje de un director que fue parte del equipo de En construcción, otro documental sobre personajes invisibles y situaciones cotidianas que asombra de tanto realismo que plasma en la pantalla. En esta ocasión, el objeto del retrato son las vidas de varios enfermos de esquizofrenia y el hospital psiquiátrico en torno al cual gravitan. Tanto pacientes como médicos exponen sus fragilidades y dudas, pero son los primeros los que conmueven con sus angustias repentinas, con los terribles y paliativos efectos de sus medicaciones, con sus sombras e “inmovilizaciones” a la fuerza, amarrados a una cama mecánica. El personaje principal sufre una esquizofrenia especialmente lúcida, consciente de que es una “evolución mental” más entre todas las posibles y que enriquece con fantásticas elaboraciones técnicas tomadas -cual Quijote- de los múltiples libros que lee. Su ternura, simpatía y ética, sin embargo, no están reñidas con esos brotes, crisis o momentos de especial desequilibrio que les arrebatan a él y al resto de idos; ora con frecuencia, ora ocasionalmente. A muchos sólo los observamos de lado o de espaldas, relatando la tristeza inexplicable de su padecer. Las reuniones de los psiquiatras y sus discursos evidencian cuán difícil les resulta componerse mapas fiables de todos esos mundos mentales a los que pretenden aplacar. En cualquier momento el espectador llega a sentir que a todos nos acecha ese abismo, que no es tan difícil deslizarse por él, perder el sentido. Y la soledad de estos congéneres y la frialdad de esa institución médica casi “total” bien podrían categorizar la grabación dentro del cine de terror, aunque su autor se ha cuidado mucho de no incurrir en las típicas denuncias de la “antipsiquiatría” ni en la exaltación artística del sufrimiento mental. Es una invitación a comprender y es de agradecer que dos programas de Radio 3 (El séptimo vicio y Tres en la carretera) y el Pequeño Cine Estudio de Madrid, le hayan hecho un merecido hueco en sus agendas.

 

 

Historia del amor

Historia del amor

 

El libro en el que Dominique Simonet entrevista a distintos historiadores y escritores acerca del amor lleva un título algo pretencioso y que puede dar lugar a demasiadas expectativas: La historia más bella del amor (Courtin et al. 2004). Es una lectura ensayística y divulgativa, no obstante, bastante amena. Deleita como ejemplo de cambio social a la vez que ilustra rigurosamente sobre mitos harto repetidos como el amor libre, la universalidad de las instituciones de “pareja” o el sometimiento de la mujer. En realidad, no se cuestiona sólo la existencia del amor, sino su vínculo con la sexualidad, el matrimonio y las relaciones entre hombres y mujeres. En varios capítulos se sugiere, además, que el arte en todas sus expresiones (plástico, literario, cinematográfico, etc.) no habría reflejado tanto los comportamientos corrientes en cada época acerca de dicha materia; más bien los habría desfigurado dando pie a distintas idealizaciones, sublimaciones y convenciones toleradas sólo en ese registro de la realidad simbólica. Las penurias, represiones y miserias al respecto de la vida amorosa han sido más la regla que la excepción. Sólo algunos grupos sociales en circunstancias favorables (campesinos sustraídos al yugo de la Iglesia, cortesanos proclives a las orgías, viudas de guerra y adúlteras, etc.) y, de forma más generalizada, desde mediados del siglo XX, pudieron experimentar formas más libres de compartir y disfrutar.

 

En todo caso, el conductor de la obra lanza a menudo la siguiente cuestión: ¿son universales, en todo tiempo y lugar, los sentimientos amorosos? La mayoría postulan que sí, pero los detalles y las pruebas son muy escurridizos. Sobre todo, desde el momento en que dichos sentimientos no pueden disociarse de las normas públicas de conducta, de las instituciones dominantes y del control social sobre la procreación biológica. El reciente “conocimiento” (para muchos, sólo invención, discursos e interdictos) sobre la sexualidad y sobre el amor (en su sentido romántico, de apego afectivo duradero) habrían generado un ámbito propio de realidad e interés en constante crecimiento cuya manifestación más destacada fue la llamada “revolución sexual” de la década de 1960. En otro célebre ensayo, Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner (El nuevo desorden amoroso, 1977) ya habían diseccionado algunos de los nuevos dogmas de la “dictadura pansexualista” de este último período histórico. El mismo Bruckner y la novelista Alice Ferney, sin embargo, ponen más énfasis ahora en la educación sentimental y en la responsabilidad autónoma (“el amor es eso que existe entre dos individuos capaces de vivir juntos sin matarse”) dentro de un contexto de necesaria incertidumbre y de diversidad de opciones: “no se disfruta del amor sin esfuerzo”, hay que elegir, cuidar, potenciar; “el amor no es una empresa fácil” y “es un error esperarlo todo de él”. Nos han llegado muchos vientos de libertad sexual hasta nuestros días, pero el arte de amar sigue consistiendo en un titánico y complejo reto del que aprendemos torpemente, casi siempre al margen de las escuelas, los progenitores y los modelos mediáticos.

 

Por último, aunque el libro subraya con acierto múltiples elementos relevantes para la reconstrucción histórica que se propone, lo cierto es que ofrece una visión muy eurocéntrica de estas materias. Se echa en falta una atención, cuando menos puntual y respetuosa, a las sabidurías y prácticas orientales (la filosofía tántrica, sobre todo) y del resto del planeta. Pero esa es otra historia que podrán glosar, seguro, lectores más eruditos que este escribiente.

 

 

 

Alamedadosoulna

Alamedadosoulna

 

Otro grupo de Madrid, y del mismo barrio que Le Punk, que me encuentro en Vigo, en la misma Fábrica de Chocolate. Otro grupo que derrocha energía y sentimientos a cara descubierta. Alamedadosoulna (http://www.alamedadosoulna.com/) ejercen los ritmos skatalíticos y mestizos más que el soul (sus voces, por desgracia, no alcanzan altas cumbres), pero sus poderosos cinco metales y vientos crean una verdadera fiesta. Diez músicos no caben en cualquier escenario, pero la experiencia y el buen humor del que hacen gala les lleva a no parar de jugar, agacharse, tirarse por el suelo, intercambiar sus lugares, mezclarse, lanzarse el sombrero. O sea, divertirse con armonía coreográfica e inteligencia. Y tratar del mismo modo a su devoto público, reírse con él, haciéndole cómplice de su amor a la danza y al teatro. Sólo una pasión tan generosa con la música puede explicar tantas dádivas.

 

 

 

Intimidad

Intimidad

 

La colección de películas “eróticas” que acompañan a un periódico desde hace semanas está cuajada de obras prescindibles, predecibles y menos excitantes que una muñeca (o muñeco) hinchable (aunque para gustos... perdonen el símil los/las fetichistas del género). Entre las que se salvan, la última entrega titulada Intimidad (Patrice Chéreau, 2001) plantea un dilema intrigante y clásico: ¿cuál es el límite de tolerancia al llevar el deseo sexual por el otro hasta sus últimas consecuencias? En este caso, es una mujer casada con un taxista y con un hijo la que siente el despertar de su deseo con un amante con el que apenas se habla. El hombre, divorciado y también con un hijo de la misma edad (unos ocho años), acepta la cita semanal sin palabras, pero anhela una relación más estable y comienza a indagar en la vida de ella. A esos vectores aparentemente opuestos se unen las frustraciones personales de ambos personajes: ella, profesora de teatro y actriz ocasional; él, camarero en un pub nocturno tras abandonar su carrera musical, pero siempre pensando en cambiar de vida. Otros personajes secundarios -un joven y homosexual compañero de trabajo del pub, el mejor amigo de él con múltiples problemas y adicciones, el taxista filósofo de billar y su hijo- ofrecen el contrapunto dramático al pacto de silencio y sexualidad a punto de quebrarse. Las escenas de coitos son como lánguidos bodegones, intensos y fugaces. Como si algo esencial se perdiese en ellos (o se alcanzase de forma tan evanescente que se olvidase al instante). La verdad del deseo y su independencia de llevar una vida en común (una casa, las facturas del gas, educar a los niños) son memorables, lo que en el fondo te deja mudo.

 

 

 

Encuentro en Sils-Maria

Encuentro en Sils-Maria

 

 

“La ciencia no es una fiesta del espíritu, sino una especie de abyección, que exige el sacrificio de todo impulso de amor. El científico está condenado a eliminar el pálpito. (…)

 

La montaña es mi ’método’ y el alpinismo mi manera de imaginar. La montaña es una musculatura que revela fuerzas y densidades, rencores acumulados de rocas oprimidas. Y si las ondulaciones de los altozanos son un canto de victoria, un talud y un derrumbadero son, en cambio, derrota y melancolía. (…)

 

Del caos y de la desarmonía del comienzo del tiempo brotó la maravilla del deseo y sobre la espalda desnuda de la muerte viviremos el eterno retorno del deseo. (…)

 

Hoy día hay que aprender tanta geografía que los geógrafos ya no tienen tiempo ni ganas de viajar. Es posible que si toda la tierra desapareciese, ellos seguirían produciendo libros de geografía y sin enterarse. (…)

 

Haciendo girar el manubrio con el gesto hastiado de un hombre que se sabe superior, piensa que la esperanza es un veneno. Pero, por desgracia, él no tiene nada mejor.”

 

Luis Martín Santos, Encuentro en Sils-Maria

 

 

¿Cómo sería un encuentro entre Freud y Nietzsche? Esta fue una de las especulaciones teóricas y literarias del profesor de filosofía y sociología Luis Martín Santos al que no tuve ocasión de conocer por muy poco, ya que falleció casi cuando yo ingresé en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Pero sus libros de un singular marxismo fenomenológico no dejaron de intrigarme cuando era estudiante, y entre sus novelas deslumbrantes tenía este volumen aún estancado en casa, a la espera de un momento propicio para su lectura. Al volver de Viena hace unos días y recapacitar sobre mi ignorancia previa en torno a aquella ciudad, el libro me llamó de nuevo la atención y ha sido mi alimento durante unos días de asueto. Viena era la ciudad originaria de Freud, aunque en ella yo preferí visitar la casa inspirada por las obras de arte de Hundertwasser en lugar de encerrarme en el museo que honraba al pionero psicoanalista. ¿Qué explicación daría Freud a esa aversión -ocasional- por los museos? La verdad es que el pasado imperial y burgués de Viena me hizo recordar, fugazmente, el carácter políticamente conservador de Freud (¿cómo explicaría él mismo su aversión por las revoluciones?), pero un geógrafo me comentó allí que más de la mitad de la vivienda es pública, con lo cual pensé que Austria es hoy, en esta materia, más socialista incluso que muchos países nórdicos. Con respecto a la novela, ninguna objeción reseñable, excepto que el encuentro entre las dos figuras intelectuales es más parco de lo que uno va anhelando. Por el contrario, la prosa refinada y lírica de Martín Santos posee una maestría que uno no espera en un sociólogo (bienvenido, pues, a mis selectas excepciones). La metáfora de la montaña y de sus cumbres como lugar para llevar el pensamiento occidental a sus máximas alturas históricas, se puebla de una palpable materialidad, al igual que ocurre con los ademanes y detalles tangibles de las vidas acomodadas de quienes se van mezclando con los protagonistas. Aunque de un forma muy tangencial, no podían faltar las alusiones al tercero de los llamados “teóricos de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud) y al fantasma del comunismo que recorría Europa a finales del siglo XIX. La novela, como cualquier otro viaje, sólo ofrece respuestas a las preguntas que nos hemos hecho durante mucho tiempo. Por eso a veces no deseas salir del hotel ni de los libros en que te internas, aunque te encuentres en lugares desconocidos o rodeado de decenas de personas. Sin preguntas, sin sospechas, sin “causas finales”, no viviríamos ninguna realidad plena y virtuosamente. Pero incluso estos básicos axiomas éticos se nos olvidan con frecuencia y pensamos que cada ciudad, cada libro, cada persona, nos va a ofrecer algo nuevo y acumulable sin poner nosotros nada en ese espacio sináptico. ¡Cuántas ilusiones, cuánto silencio!

 

 

 

fusiones

fusiones

 

 

Unas últimas semanas llenas de turbulencias y desplazamientos me habían distraído de la memoria de los placeres sublimes. En particular, de las emocionantes fusiones jazzísticas que me atravesaron el último mes en algunas de las mejores salas de Madrid (El Junco, Tempo y El Sol), y también del magnífico concierto de Le Punk, con su rock melancólico y lleno de vientos y metales afrutados en La Fábrica de Chocolate (en Vigo). Los grupos encarnados entre las penumbras madrileñas: Ajjo A Banda, Dead Capo y Speak Low. Sólo con el último repetía el trance de funk-jazz después de unos años, y sus nuevos temas elevaron aún más el listón del mestizaje a través del boogaloo o el soul radiantamente entonados por Julián Maeso (http://www.myspace.com/speaklowfunk). De los primeros, los murcianos, sólo decir que tanto la aparente locura transitoria del teclista como los lamentos aflamencados, jondos e intermitentes del cantante, segaban el aliento de cualquiera (http://www.myspace.com/ajjoabanda). Dead Capo siguen igual de inclasificables después de unos cuantos años transgrediendo géneros y sonando tan cinematográficos, pero a mí me dejaron estupefacto sus versiones surf con un contrabajo y un guitarra excepcionales (http://www.myspace.com/deadcapo). A los madrileños de Le Punk me los fui a encontrar al atlántico, con su estela no menos ecléctica y de rotundo oficio en el escenario. Tan pronto parecen que te sumergen en un tango como que te arrancan jirones de desamor a lo Calamaro (http://www.lepunk.es/). Todos sembrando estrellas danzantes en nuestros pies. Haciéndonos vivir sin fecha ni pusilánimes pesares. Algunos ansiosos por apurar un cigarrillo entre canción y canción. Otros mirando con insistencia al técnico de sonido para que corrija un irritante acople. Algunas novias de los músicos quemando el tiempo en la barra, otro fin de semana más en aeropuertos o restaurantes de autopista. Seguidores incondicionales en primera fila que leen los papeles donde se apunta a mano, todavía, el orden de los temas y de los bises, o que les piden, como souvenir, sus púas a los músicos sudorosos y ebrios de adrenalina al final del concierto. Todas esas horas de ensayo en cuartos oscuros para que en unos instantes sintamos que tocamos el cielo, que las ciudades albergan pedazos de dicha.

 

 

 

Noches de funk

Noches de funk

 

 

Uno de los últimos descubrimientos en Madrid ha sido la estupenda programación de conciertos y sesiones bailables del Tempo Club. Hace unos días le tocó el turno a Watch TV & The Primetimes (http://www.myspace.com/watchtvandtheprimetimes). Su actuación fue contundente, sugerente, efervescente, pura adrenalina de la noche. Olvídense de la categorización de estilos -¿electrónica, “nu jazz”, “brazil-electro”, techno-funk?- y sólo déjense llevar por ritmos imaginativos, por el buen humor y el buen gusto. Huyendo de las convenciones y brindando por las complicidades. Lo inolvidable: cada uno de esos momentos divinos en los que el cuerpo se enrosca y se desentumece.

 

 

 

Utopía

Utopía

 

“Como el Fénix que renace de sus cenizas, la palabra Utopía ha vuelto a nuestro léxico político después de décadas de ostracismo. La caída del modelo económico ultraliberal y el descrédito total del sistema bancario que lo apoyaba ha creado un vacío ideológico que reabre el debate sobre la esencia de nuestra sociedad.

 

Este hecho, imprevisible cuando comencé a pensar en mi nuevo espectáculo, crea un marco sorprendente e inmejorable para apreciar la validez de los argumentos de la más ambiciosa de mis obras: UTOPÍA, una apología sin complejos de los verdaderos valores progresistas. No creo que mi acierto al elegir este tema sea sólo atribuible a la suerte. Para mí el trabajo de un artista es saber escuchar a la sociedad, buscar en la realidad las energías que fluyen y utilizar esa fuerza para impactar en el público, reivindicando el protagonismo del Arte en el debate político.

 

En UTOPÍA hay un argumento que he ido formando a lo largo de estos últimos años: la falta de pasión de todos los partidos de la Izquierda institucionalizada, no sólo en España sino en toda Europa. Un mundo burocratizado, profundamente aburrido en su “centrismo” y que no inspira nada a las nuevas generaciones, creando una juventud huérfana de una esperanza política y sin rumbo y sin proyecto.

 

No hay calamidad más grande para una sociedad que no saber apreciar el idealismo de sus jóvenes. Este deseo de castigar a los partidos “progres” tiene también otra causa muy personal: la increíble experiencia humana que he vivido desde 2006 como diana de las iras de los ultracatólicos y de la extrema derecha por mis posiciones ateas. El fervor y la exaltación de estos grupos frente a la apatía rutinaria de los otros es francamente preocupante y más aún cuando uno descubre el peligroso esperpento de esas ideologías. Para hacerse una idea basta leer el libro neocon-franquista del Sr. Aznar: “Carta a un joven español”. En cierto modo UTOPÍA nace como una respuesta a las tesis históricas y políticas del líder de la FAES. Pero a medida que he ido profundizando en la extraña postración de la izquierda actual, empiezo a matizar mis acusaciones.

 

He encontrado razones objetivas y poderes ocultos que han obrado con determinación para corromper y diluir los ideales que nacieron con LA ILUSTRACIÓN. Retomando el hilo de la verdadera historia de las utopías de los últimos dos siglos, hay que romper el condicionamiento mental que nos hace renunciar a nuestros sueños e indicar un camino para volver a creer en nuestra capacidad de cambiar las cosas. Quiero mostrar que vivir sin utopía es mal vivir y, así, despertar en el público el deseo de nuevos sueños.

 

U-TOPÍA: el lugar que no existe. Simboliza un espacio temporal diferente donde la vida es más afín a la poesía que a la física.”

 

 

Leo Bassi

 

 

 

Pornografías

Pornografías

 

 

Este ensayo de Andrés Barba y Javier Montes, La ceremonia del porno (2007), era una de esas lecturas siempre postergadas pero, a la vez, siempre inquietantes. La pornografía, de hecho, es uno de esos géneros comunicativos perturbadores, de los que te dan más preguntas que respuestas. ¿Es arte? ¿Es una objetivación necesaria para nuestra salud psico y fisiológica? ¿Es tan sólo una industria más para consumar nuestra alienación? ¿Por qué es carne de cañón en tanto debate moral? ¿Qué tiene que ver con nuestros cuerpos, con nuestros deseos y con nuestra razón? Este ensayo tiene la ventaja de ser sugerente y atrevido. Otro cantar es su consistencia argumentativa y la capacidad comprensiva de toda esa amplia realidad social en la que se produce y consume la pornografía. Estos son los aspectos más flojos, a mi entender. Pero supongo que leemos ensayos porque tenemos pereza para investigar más a fondo por nosotros mismos, o porque, en caso contrario, nos preparamos el terreno con la compañía de terceros que ya están más metidos en harina, aunque sea especulando y filosofando alegremente. Advertencia para navegantes: que nadie espere excitación erótica de esta propuesta teórica -su tesis: lo porno sería sólo una ceremonia o ritual para provocar la excitación del espectador- porque se expone, sobre todo, con abundante seriedad y complicidad erudita con los autores (escritores ambos y Montes también crítico de arte).

 

“Para todos existe una pornografía que no puede mirarse sin inquietud, sin fascinación, sin excitación, sin miedo. (…) En la vinculación que se establece entre una película pornográfica y yo hay una tensión ininterrumpida que surge precisamente de mi compromiso y que muere con la resolución de aquello a lo que, como observador, me había comprometido.” (p.43) El lado salvaje de la vida no está más allá de cada uno de nosotros, y sus formas pueden ser bastante variadas. Es posible que la pornografía apele a esa oscuridad y a nuestras ambivalencias, pero seguro que hay otras vías igualmente excitantes (cuando no hay quien las usas a modo de lenitivos o líneas de fuga). Lo absurdo, a mi entender, es vivir con la obstinación de que eso no existe dentro de nosotros, que no nos afecta ni nos incumbe. Por eso considero que la perturbación pornográfica es tan potente: nos interroga sin rodeos acerca de nuestros compromisos con nuestro placer. Por eso me parece absurdo considerarla, simple y meridianamente, como una perversión.

 

“Es el tedio -y no la censura, o la pornofobia- el verdadero enemigo mortal de lo porno. (…) Pero la carrera del porno contra el aburrimiento no es una escalada; si se limita a llevar al máximo sus recursos estimulantes, el porno no tiene ninguna posibilidad frente a él. Su estrategia es otra: la del hormigueo en círculos. El porno se multiplica a sí mismo, reproduce una y otra vez sus formas y sus recursos.” (p.60) De la misma manera opera el deseo (al menos, en la interpretación freudiana): siempre busca otro objeto; cuando se satisface, muere de placer; sólo resurge cuando se fija un nuevo fin, una nueva intención. Y por eso a menudo es tan hilarante el “revival” que una y otra vez operan los pornógrafos, al igual que lo hacen los vendedores de ropa. Y por eso hay tantas variantes sobre el mismo tema (follar, casi siempre). Los fetichistas y coleccionistas se ponen las botas, pero siempre perseguidos por esa sombra demoledora de caer en el tedio y la rutina, como en los mejores matrimonios.

 

Los autores prefieren hablar de “experiencia pornográfica” en tanto que unidad de sentido entre productores y consumidores. Esto nos acercaría al arte, pero cualquiera deduciría que ni las fallidas pretensiones artísticas de algunas grabaciones porno, ni lo que buscan con inmediatez sus espectadores, es una sublimación artística o un estímulo a su reflexión sobre el mundo. “Si el arte es sublimación de ese límite [lo visible], merodeo en torno a él, infinita complicación en la representación de sus rasgos, el porno es atajo, camino más corto y búsqueda del mínimo denominador. Si el arte enfatiza su relación con el deseo, el porno hace lo propio con la satisfacción. La verdad húmeda será palpada si se siguen las leyes del mínimo esfuerzo (nos dice el porno). La húmeda verdad sólo será encontrada mediante la realización del máximo esfuerzo (nos dice el arte).” (p.182) La pornografía, más bien, tiende a ocupar un espacio límite entre lo público y lo privado. Si fuera demasiado pública, perdería interés. El secreto, la perversión, la transgresión de lo prohibido, configuran un atractivo esencial que desaparecería si la pornografía invadiera la esfera pública. Que no teman, pues, los pornófobos. Del mismo modo que los cuerpos desnudos pierden interés cuando no hay velo que los cubra ni los insinúe. Lo que es fácilmente poseíble o admirable, deja de ser deseable. Y este razonamiento nos conduce a otro corolario: nada es pornográfico en sí mismo, depende de la excitación que produzca y de las decisiones que adopten las autoridades para demarcar lo pornográfico (lo obsceno) de lo tolerable a secas. Como esas decisiones esconden una gran hipocresía (los que juzgan suelen consumir aquello que prohíben para el resto, la violencia descarnada suele considerarse menos obscena que la encarnación del placer sexual, etc.), no nos extraña la frase de Bertrand Russell: “Quienes prohíben la difusión de imágenes obscenas por considerarlas dañinas nunca parecen tomar en consideración el daño que pueden hacerles a ellos mismos.” (p.67)

 

Entiendo que los autores no pretendan evaluar todas las dimensiones de la pornografía. Sería una empresa especialmente ambiciosa en una época en la que mediante internet, móviles y cámaras se ha hecho tan universalmente accesible tanto el consumo como la autoproducción “amateur” de experiencias pornográficas de toda índole. Dan por hecho, sin embargo, que algunas cosas son indiscutibles (lo cual es bastante discutible): como que no existan caricias ni afectividad en las películas porno porque, argumentan, descubrirían la individualidad, la conciencia y la libertad en el cuerpo del otro (“La pornografía como realidad obscena se salta este preludio de la encarnación y se instala directamente en el deseo de la apropiación, que es la base misma del principio de placer. La obstinación en el coger, en el penetrar, en el agarrar y morder, elude la encarnación del otro.” p.141); o el esforzado talento de los actores porno para no interpretar nada, para no parecer nada distinto a lo que son, para dejarse llevar con gracia por las piruetas sexuales en las que se embarcan (“La mirada sin alma -sin conciencia: sin visión- del actor porno parece leer nuestra propia conciencia. Pero no hace sino lo contrario: invita a despojarnos de ella. En su mirada inocente -en su estado de gracia absoluta- contemplamos un reflejo similar de nosotros mismos.” p.124). Otras cuestiones casi ni las mencionan: por ejemplo, las vejaciones brutales que se cometen tanto en la producción de la pornografía pedófila como en la más convencional; o la propagación hegemónica de modelos frustrantes de relaciones sexuales; o la adicción enfermiza al consumo de pornografía. Al objetivar lo pornográfico mediante un prisma tan defensivo e interactivo, se corre el riesgo de eludir esos y otros muchos conflictos presentes en la “experiencia pornográfica”. Como ocurre con el deseo, el cuerpo y los placeres, creo que es preciso pensar en términos de procesos, aprendizajes y multiplicidad, más que en un modelo pornofílico unitario tal como predomina en esa industria mediática. A través de Radio 3 y del Diagonal he conocido, por ejemplo, el último libro de la directora Erika Lust: “Porno para mujeres”. El colectivo “girlswholikeporno” también abrió, en su día, muchas líneas experimentales. Supongo que todo ello será algún día objeto de estudio en las aulas, pero antes deberíamos haber salido de las cavernas con algo más de “educación sexual” (o como lo quieran denominar), y de unos medios de comunicación y gobiernos tan ñoños y catetos. Y quizás, entonces, podamos volver a definir lo pornográfico en función de las distintas pornografías y gustos al respecto, y no sólo de una pornografía construida al filo de las prohibiciones rampantes en la actualidad.

 

 

 

We Are Standard

We Are Standard

 

 

El grupo bilbaíno de pop-rock electrónico aterrizó el sábado pasado en la sala Mondo de Vigo, repitiendo las hazañas de The Blows hace dos semanas: hacer bailar al personal, inocularnos esas dosis de mágica psicodelia que precisamos para que no se acartonen nuestras máscaras rutinarias, para que se desintegren las corazas. Jovencitos y modernillos de nuevo, pero oficiantes de la caja de ritmos, la percusión multiplicada hasta la saciedad, los punteos funkeados. Otra noche para no dormir. Las ventanas a la seducción y a la música en directo pueden ser oscuras y noctámbulas, pero con maravillosa alevosía. http://www.wearestandard.net/

 

 

 

 

 

Millenium II

Millenium II

 

 

¿Es mejor esta segunda parte de la intrigante trilogía que nos ha legado Stieg Larsson antes de su prematuro fallecimiento? La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, desde luego, no te deja indiferente en cuanto a sus adictiva trama y a los avatares que sufren nuestros detectivescos héroes. En esta ocasión es la tormentosa biografía de Lisbeth Salander la que se va diseccionando lenta y quirúrjicamente. La jugada literaria es un sugerente bucle: Lisbeth vuelve a ejercer de investigadora, es a la vez investigada y, finalmente, es el objeto de unas cuantas maldades dolorosas. Esa omnipresencia de la reflexividad y esa hegemonía de la astucia, superan cualquier ingenua vivencia de este mundo. Los corruptos servicios secretos del Estado, lo barato que resultan los asesinos a sueldo, o la extensa red de complicidades que sostiene a proxenetas y pedófilos en cualquier aparente democracia, vuelven a emerger descarnada y sangrantemente de las páginas y, lo que nos alarma más, de cualquiera de nuestros vecinos “normales” sin que casi nadie haga nada al respecto. Lisbeth, además, se muestra de nuevo transgresora y con todas sus debilidades. Lógico, después de haber desfalcado millones al estafador empresario que se murió en la primera parte (Los hombres que no amaban a las mujeres). Hasta aquí, todo igual de apasionante. Ahora bien, nuestro narrador ya no se entretiene tanto en desvelarnos facetas filosóficas de los personajes, recurre con cierto exceso a las redundancias y reiteraciones, tarda mucho -a veces casi hasta la desesperación- en conducirnos al meollo de los eventos esenciales de la historia, y al final nos lanza abruptamente a un abismo, como si no le hubiera dado tiempo a diseñar con todo lujo de detalles un desenlace difícil y presentado, con notable antelación, presumiblemente traumático (o como si sólo quisiera transmitirnos que ya no nos queda más remedio que leer el tercer volumen). Afortunadamente, en la mejor tradición del suspense, Larsson siempre reta nuestra capacidad de predicción y mueve sus fichas con enroques, despistes y trampas no aptas para lectores románticos o intransigentes desde su realismo simplificador. Los triángulos amorosos consentidos y la bisexualidad más natural, la lucha cuerpo a cuerpo (con ese típico guiño al boxeo y su ética virtual), el fracaso de la seguridad informática, o la ineptitud investigadora de la policía, son nuevos ingredientes que enriquecen el plato y la exhausta digestión de, otra vez, más de 700 páginas. Pero cuando a un mismo autor le leemos dos veces seguidas, parece que siempre le exigimos más, una vuelta de tuerca a lo que nos puede desvelar del mundo, de nuestra capacidad racional, de nuestros sentimientos empáticos. Y es en este punto donde mi meticulosa interrogante no obtenía respuesta, sólo una nueva satisfacción con la lectura, con la reflexión incitada, con la extrema sensibilidad de quien observa la complejidad de la vida sin complacencia ni perdón. Y ese regusto a venganza y a una difusa e imposible justicia, pone también en evidencia las propias debilidades del observador y nos deja con nuevas inquietudes ante la lamentable condición humana.

 

 

La clase / Entre les murs

La clase / Entre les murs

 

El autor de aquella inolvidable Recursos Humanos (Laurent Cantet, 1999), nos vuelve a sorprender con esta magistral cinta a medio camino entre el documental y el cine social de denuncia: Entre les murs (2008) (titulada “La clase” en español y ganadora del festival de Cannes de 2008). Esa transgresión de los géneros constituye una de las primeras provocaciones: todos los actores se interpretan a sí mismos, pero todo parece una representación (eso sí, verídica y auténtica si no sospecháramos que han tenido que repetir, recordar y mostrar escenas que en su día vivieron de otra manera, aunque intenten ser lo más fiel a sí mismos que les sea posible). Esa verosimilitud de lo que es una quimera imposible no deja de ser, no obstante, fascinante. Y llegamos a ser persuadidos del efecto de realidad: nuestras escuelas son algo parecido a eso que ahí se intenta presentar. Ahora bien, en cuanto se entra a debatir con profesores y otros espectadores de la película, lo que ahí se ha visto adquiere perfiles de lo más diverso. Donde alguien ve como héroe al profesor de secundaria lidiando en sus clases con la tozuda realidad propia de en un barrio lleno de inmigrantes de segunda generación, otros ven los muros asfixiantes, la jerarquía escolar arbitraria, la insensibilidad ante las diferencias culturales y el inconsciente trabajo docente orientado a construir profecías autocumplidas sobre el futuro de sus discentes. En este último caso, el héroe deja paso al bienintencionado policía de las conciencias que reparte ciegamente premios y castigos, que esconde con sigilo sus armas de dominación y al que, afortunadamente, esos adolescentes díscolos no dejan de revelarle, un día tras otro, lo absurdo de ese sistema de disciplinas y currículos diseñados en los despachos de los intelectuales de la nación. Todo depende de nuestra mirada. Al director le queda el arte del montaje para volvernos estrábicos, para hacernos dudar ante hechos equívocos. Unas ciertas dosis de profesores “quemados” y al borde de un ataque de nervios, una ración de madre africana que no sabe ni una palabra de francés, una cucharadita más de microviolencias en el aula y de alumnos expulsados vagando de un centro a otro. Todo bien montado y listo para abrir un boquete en el muro de unas aulas que guardan celosamente los mismos profesores y los inspectores y guardianes de una situación dolorosa y patética. Por eso tantos padres, madres y profesionales del gremio aplauden la película. No porque sus miradas denuncien lo mismo que el hábil montaje del director o lo mismo que tiembla en las miradas de esos niños y niñas que sienten como una batalla cotidiana su asistencia obligatoria a unos centros donde pocos, muy pocos, les entienden. Han pasado unas semanas desde que la vi y aún sigo temblando yo también al imaginar qué pensarían esos “actores” al sentir aquella cámara tan cerca de sus pieles y sus intimidades, qué desearían mostrar y ocultar, adónde irían sus vidas una vez que fueran públicas, cuántas puertas más seguirían cerradas a pesar de las luces y la apariencia de “acción” ante millones de mirones intranquilos, pero pasivos y condescendientes. Toda una lección de arte.

 

 

 

The Blows

The Blows

 

No tienen más de 23 años de media. Al guitarrista lo conocía desde que era un chaval. Venía con su padre, un anarquista que (por ironías de la vida) trabaja en una notaría, a okupaciones, al ateneo, al primero de mayo. Empezaron sin dar un respiro. Descargas imparables, rock frenético. Chema Rey, en su prólogo cargado de clásicos, los presentó como los más londinenses a este lado del continente. Manchesterianos, más bien, como los Happy Mondays. No en vano estuvieron pensando en llamarse 24 Hours Party, como aquel documental de Winterbotton. Silvia Superstar subió con ellos al escenario, a contonear sus dotes de diosa vocal. Un mes antes, en La Iguana, la misma Silvia, aquella seductora de las Killer Barbies como si saliera del Drácula de Bram Stoker, había oficiado una inolvidable sesión de pinchadiscos y sudores hasta casi el amanecer. Esas noches, a pesar del humo, sabes que estás vivo. Que el trance, el cuerpo, la música y las miradas lascivas te ayudan a desprenderte de algunas ataduras. Lo grandioso y sublime no tienen edad. No admitas bagatelas. www.theblows.net

 

 

 

 

 

Ensayo sobre la ceguera

Ensayo sobre la ceguera

 

“Tuve yo la culpa, lloraba, y era verdad, no se podía negar, pero también es cierto, si eso le sirve de consuelo, que si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla, Lo será, pero este hombre está muerto y hay que enterrarlo. (…) No sé cómo vamos a repartir la comida, Como se hizo antes, sabemos cuántos somos, se cuentan las raciones, cada uno recibe su parte, es la manera más justa y más sencilla, No ha dado resultado, hubo quien se quedó con la barriga vacía, Y también hubo quien comió el doble, Es que dividimos mal, Si no hay respeto y disciplina siempre repartiremos mal, Si tuviésemos a alguien que al menos viera un poco, Pues se quedaría él con la mayor parte, Ya decía el otro que en el país de los ciegos el tuerto es el rey, Déjate de refranes, aquí ni los tuertos se salvarían, Yo creo que lo mejor será repartir la comida por salas, a partes iguales, y luego que cada cual se las arregle con lo que haya recibido, Quién a dicho eso, Yo, Yo, quién, Yo, De qué sala eres, De la segunda, Claro, ya lo sabía, como ahí sois menos, salíais ganando, comeríais más que nosotros, que tenemos la sala abarrotada, Yo lo he dicho porque así es más fácil, El otro también decía que quien parte y reparte y no se queda con la mejor parte, o es loco, o en el repartir no tiene arte, Mierda, a ver si acabas ya con lo que dice el otro, que me ponen nervioso los refranes, Lo que tendríamos que hacer es llevar toda la comida al refectorio, cada sala elegir tres para el reparto, con seis personas contando no habrá peligro de trampas y triquiñuelas, Y cómo vamos a saber que es verdad cuando digan que somos tantos en la sala, Estamos tratando con gente honrada, Y eso, también lo dijo el otro, No, eso lo digo yo, Mira, amigo, lo que somos aquí de verdad es gente con hambre. (…) El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos. (…) Cuando llegaron al zaguán, la mujer del médico comprendió que no iba a ser posible ningún acuerdo diplomático, y que, probablemente, no lo sería nunca. En medio del zaguán, cubriendo las cajas de comida, un círculo de ciegos armados de palos y hierros arrancados de las camas, apuntando hacia delante como bayonetas o lanzas, hacía frente a la desesperación de los ciegos que los rodeaban y que, con torpes intentonas, procuraban entrar en la línea defensiva (…) todas las vidas acaban antes de tiempo (…) las lágrimas qué sentido tienen cuando el mundo ha perdido todo sus sentido (…) no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y, además, lo veo (…) organizarse ya es, en cierto modo, tener ojos (…)”

 

José Saramago, Ensayo sobre la ceguera

 

 

 

 

La Ola

La Ola

 

“¿Cómo eran las cosas entonces? ¿Cómo engañaron los nazis a la gente? ¿Cómo se nos podría engañar de nuevo hoy? ¿Podría algo así suceder aquí y ahora en una escuela normal? ¿Qué habría hecho yo? ¿Habría seguido la corriente?” Estas son algunas de las preguntas que se planteó Dennis Gansel, el director de Die Welle (2008), antes de rodar esta historia con aires de experimento psicosociológico. Lo cierto es que el experimento se desarrolló efectivamente en un campus norteamericano en 1967 con el objetivo de demostrar que la “personalidad autoritaria” y la “obediencia a la autoridad” son muy probables cuando se crean una condiciones adecuadas: uniformes, lemas y consignas, saludos estereotipados, culto al cuerpo y a la raza perfectas, espíritu de grupo, liderazgo carismático, análisis simplistas de los problemas, etc. O sea, que el fascismo (y cualquier sectarismo y autoritarismo) siempre se erigiría sobre unas predisposiciones psicológicas y grupales bastante universales. Para llegar a conquistar el poder político es evidente que también necesita alianzas con las élites económicas y una maquiavélica inserción en el sistema de partidos políticos, como Hitler, Berlusconi, Haider y tantos otros han demostrado de sobra. Pero tanto el experimento como la película señalan a una escala de la realidad más próxima, a la de nuestros pares, especialmente en la edad adolescente y juvenil en la que se forman nuestras principales ideas políticas.

 

La Ola es, de hecho, el nombre que eligen para designar el “movimiento” que un profesor, Rainer Wenger, crea en una clase de un instituto de enseñanza secundaria. Este profesor se había encargado años atrás de impartir una asignatura de “anarquía” pero un profesor más veterano se la ha arrebatado en el curso presente, aduciendo que se la tomaba demasiado en serio (Wenger alega ante la directora que él sabe del tema precisamente porque había sido okupa durante cinco años). En consecuencia, le asignan impartir “autocracia” y decide tomárselo tan en serio que embarca a la clase en un experimento práctico en el que los estudiantes aprendan el tema a través de la vivencia de cada uno de los elementos de un sistema autocrático-totalitario (o, más bien, los gérmenes del mismo). El profesor se convierte en el mentor y dirigente del movimiento pero éste acaba cobrando vida propia fuera del aula. Se podrán apreciar así las dinámicas sutiles de imposición de sus mensajes, de exclusión de los no miembros del movimiento y del recurso a la violencia para conseguir la hegemonía social de La Ola. La película retrata con acierto los conflictos que se producen entre los profesores, en el matrimonio de Wenger y entre los estudiantes. Entre éstos es de destacar el papel disidente de dos chicas que se la juegan cada vez más para desenmascarar y atacar a La Ola. Y la patética escena en la que unos anarquistas se enfrentan con miembros de La Ola sólo porque éstos han tachado una de sus pintadas. Cuando Wenger se da cuenta de la trágica deriva que están tomando los acontecimientos decide intervenir para neutralizar el movimiento, pero ya es demasiado tarde, su escenificación no resulta como pensaba y los peores augurios acaban por cumplirse.

 

Es interesante comprobar que toda la historia transcurre en un entorno acomodado de un suburbio alemán. Aunque muchos estudiantes viven situaciones familiares turbulentas y se preocupan racionalmente por su inmediato futuro laboral, la mayoría pertenece a una clase media con recursos abundantes para drogas, alcohol, motos, coches, ropa y diversión en general. Y es asombroso cómo cualquier mínima arenga del profesor acerca de los supuestos agravios o diferencias que experimentan en sus vidas, prende la mecha de la “conversión” incondicional de los estudiantes. ¿Cómo será eso en los barrios empobrecidos en los que predican Le Pen y tantos otros descerebrados, cuando los agravios aludidos seguramente son mucho más acuciantes? El director de la película no tiene dudas al respecto: “Desde luego, ayuda tener una personalidad carismática. Alguien que realmente sea un líder con capacidades reales de liderazgo, que pueda persuadir a la gente, a quien los alumnos admiren. Creo que el sistema fascista es tan pernicioso psicológicamente que fácilmente puede arraigar en cualquier otro sitio y momento. Le das a gente que antes no tenía voz una parcela de responsabilidad. Formas una comunidad. Eliminas las diferencias individuales dándole a todos la oportunidad de distinguirse. Creo que eso es algo que puede funcionar en cualquier lugar. Especialmente en algo como el sistema escolar, y eso lo sabe cualquiera que haya ido al instituto: están los chicos populares, los líderes sociales, los que están arriba y luego un montón de gente que son más o menos tímidos, y en quienes no te fijas. Estoy seguro de que si de repente le das la vuelta a un sistema como ese, ocurriría de nuevo.”

 

 

 

Los hombres que no amaban a las mujeres

Los hombres que no amaban a las mujeres

 

 

Esta novela de Stieg Larsson (1954-2004), la primera de la trilogía Millenium, ha recibido numerosos y merecidos elogios. Cuando me la recomendaron (gracias por el consejo, Ramón y Marián) tan sólo me dijeron que era adictiva: sus casi 700 páginas te atrapan de tal manera que no puedes dejar aplazada la intriga ni un solo momento. Y corroboro que en unos días y noches pasas como un rayo por sus páginas. Quizás se deba a que no dejan de sugerirte dilemas, pistas falsas, quimeras acerca de las desventuras inmediatas de los personajes, códigos encriptados, hipótesis y contrahipótesis. Lo que no me habían comentado es que se trataba de una magistral novela negra con sus asesinatos, su suspense, una galería macabra de personajes sospechosos, y tramas políticas, económicas y sexuales que mantienen en vilo al más escéptico. Y, más aún, la sutil forma en que se van filtrando las preocupaciones del escritor acerca del nazismo, la corrupción de empresarios y políticos, el papel de los periodistas, y, sobre todo, la violencia contra las mujeres. Los dos protagonistas, el periodista Mikael Blomkvist y la excéntrica investigadora privada Lisbeth Salander, son sagaces, sensibles y temerarios, en la mejor tradición del género negro. No pude dejar de recordar a la pareja de detectives algo más convencionales (Bevilacqua y Chamorro) de las novelas de Lorenzo Silva, aunque ahora la ternura y las emociones fuertes que desliza Larsson por su obra inducen a una reflexión constante y saludable sobre muchos ángulos de nuestra sociedad. Supongo que, como mis amigos, yo también caeré en la tentación de las dos siguientes entregas de esta trilogía que, desgraciadamente, su autor no pudo ver publicada en vida.

 

 

 

Ostiones

Ostiones

 

“-¿Pero no ve usted papá que esa mujer le roba el dinero? ¿Es que está usted ciego para no ver que usted no le puede gustar, que sólo está con usted por su dinero y que si usted no fuera rico ni siquiera miraría en su dirección si se caía muerto?

El padre de pronto sintió su vejez. Algo se encogió en su interior, pero fue sólo un instante. Dio una última chupada expansiva al tabaco antes de apagarlo en el cenicero y preguntar a su vez:

-Dime una cosa, Eddy. ¿Cuál es mi plato favorito?

-Los ostiones -respondió el hijo en seguida.

-Bien. Veo que todavía te acuerdas de mis preferencias.

El hombre hizo chasquear un dedo y llamó:

-Eusebio, la cuenta.

Demoró su respuesta hasta que le trajeron la cuenta y la firmó. Entonces se puso en pie y le dijo al hijo, su cara frente a la otra:

-Las ostiones. ¿Y le he preguntado alguna vez a las ostiones si yo les gusto, para comérmelas?”

 

Guillermo Cabrera Infante, Así en la paz como en la guerra

 

 

Como se puede deducir fácilmente, el caso cubano aquí retratado con cierta hilaridad por Cabrera Infante ilustra una variante de la prostitución, manifiesta en la pareja o matrimonio de conveniencia. Es decir, en la prostitución con un cliente fijo que deriva en pacto de convivencia duradero, hasta que el miembro mayor y más adinerado fallezca o clausure el contrato, pues es él quien tiene la sartén por el mango. Evidentemente, también se trata de una de las variantes más voluntarias de prostitución por parte de quien sólo posee su cuerpo como medio de subsistencia, pues si su juventud y belleza están bien cotizadas culturalmente, al menos podría cambiar de pareja en el corto plazo. En todo caso, no dejaría de mudar una situación subordinada por otra ya que siempre carecerá del capital para comprar el cuerpo que desee o para unir a él su patrimonio de una forma mutuamente rentable (o, cuando menos, no dependiente uno del otro). Si no existe una cierta igualdad material entre los miembros de una pareja, el contrato tiende a adoptar una de las modalidades de prostitución (o, si se prefiere, de servidumbre consentida). Aunque sería lamentable que una sociedad se organizase de forma generalizada sobre esas bases, como durante siglos ha ocurrido cuando la mayoría de las mujeres carecían de posibilidades para controlar sus propios medios de subsistencia, sería un error considerar toda relación amorosa o sexual desigual como una falla moral. Hasta cierto punto, el anciano personaje que se deleita con las ostras en este cuento o la Judith de la película “Cliente”, no hacen más que distribuir parte de los frutos de su trabajo de una vida (otra cuestión sería valorar los medios que han seguido para acaudalarse de esa manera) con alguien menos afortunado excepto en algo que para ellos es escaso y casi imposible de obtener con una cierta calidad (por eso prefieren comprar amor y sexo permanentes una vez que han definido nítidamente su preferencia). En el caso del profesor de “Elegy” podríamos pensar que abusa de su posición privilegiada como impositor permanente de ideas sobre sus alumnas (el prestigio encarnado en una rutina de atención a su palabra sagrada) y como evaluador arbitrario de su formación superior (rara vez el poder de poner notas es colegiado). Eso le abre un gran abanico de oportunidades relacionales en comparación con otras profesiones o con las que tienen sus estudiantes. Por lo tanto, es altamente probable que las aproveche para saciar los huecos de su vida matrimonial o para iniciar nuevas parejas con jovencitas (aunque menos probable, nada nos impide apreciar la misma lógica a la inversa -entre profesoras y jovencitos-, como bien prueba el caso de Judith y Marco). Lo que ocurre también es que muchas de esas jovencitas no venden barata su fuerza de trabajo, su cuerpo ni su alma, pues pueden provenir de clases sociales semejantes a las del profesor (o, incluso, superiores) o tener amplias posibilidades de ganarse la vida de forma independiente. Por ello, en muchas ocasiones se aprecia aquí una cierta ansia de aventura o de transgresión por ambas partes que no redunda necesariamente en un contrato típico de prostitución. De hecho, el término resulta capcioso o confuso en todas esas situaciones en las que la relación no es puntual y la transacción directamente monetaria. Desde un punto de vista poético, más que moral, pocas de esas relaciones resultan tan vitalmente enriquecedoras y revolucionarias como las que se producen entre amantes donde media el deseo con plena hegemonía. Pero sería también una ilusión limpiar de toda mancha económica, cultural o social a aquellos que se unen en una más aparente igualdad eventual. Sobre todo cuando escampa la conciencia de que, casi siempre, el delirio tiene también sus días contados, por mucho que nos cueste aceptarlo. ¿O será que es que tengo el día cenizo?

 

 

 

Gigoló

Gigoló

 

 

Algunos aviones transcontinentales ofrecen ahora un amplio menú de películas para que cada pasajero elija en su propio asiento. Los de Air France, además, hacen gala de patriotismo cultural allá donde van y la cuota de películas francesas disponibles compite dignamente con las producciones hegemónicas (indias y norteamericanas). Otra admirable cuota de cosmopolitanismo te permite acceder a varios títulos de todo el mundo que hacen el maratoniano viaje más placentero, dentro de lo que cabe. Aunque mi primera selección -El Show de Truman, una magnífica parodia ácida de los reality shows- requeriría por mérito propio todo un análisis sociológico que postergaré posiblemente sine die (como acontece con tantas otras exposiciones a las que sometemos nuestros sentidos), dedicaré ahora unas líneas a glosar una estupenda obra francesa, con un ritmo y guión no muy alejados del estilo de algunas series televisivas y películas norteamericanas, aunque con una perspectiva de clase obrera quizás más europea y, para mí, imprescindible: Cliente (Josiane Balasko, 2008). Ante todo, decir que las interpretaciones, los ambientes y los detalles secundarios merecen, sin duda, todo mi elogio (como simple lego aficionado).

 

El argumento se erige sobre los problemas económicos que tiene un joven matrimonio residente en un piso pequeño de una barriada francesa pobre. En el mismo piso cohabitan múltiples miembros de toda una familia extensa y los roces de la convivencia hacinada no hacen más que saltar la chispa de los insultos y las disputas, aunque también hermosos detalles de solidaridad y cariño mutuo. Marco, el protagonista, comenzó a ofrecerse como gigoló a través de una página web en el momento en que su mujer estaba a punto de perder la modesta peluquería en la que se había embarcado junto a otras socias. Por supuesto, su mujer no sabe nada del asunto y todos en la familia agradecen las generosas aportaciones para pagar el alquiler y la comida, y los regalos que regularmente aporta Marco. Las tensiones, no obstante, no dejan de aflorar a ritmo de raps crudos y descarnados. Marco y su mujer, además, se aman apasionadamente y cuando Marco es descubierto, tras el río de lágrimas vertido durante días, su mujer le propondrá continuar con el trabajo pues sus apuros económicos están otra vez al límite. Pero ella no puede soportarlo y llega incluso a visitar a la clienta favorita de Marco (una presentadora de televisión que anuncia productos variopintos y que tiene engatusada a la abuela de Marco que no se pierde su “teletienda”) para restringir las cláusulas del contrato (acabar antes de la hora de la cena y los fines de semana libres). Todo vuelve a estallar de nuevo y a derivar en más dolor e incertidumbre para todos. La presentadora de televisión, Judith, nos muestra, en paralelo, el otro extremo de la escala social. Ha tenido éxito en su carrera profesional, vive acomodadamente y desde que tiene necesidad, contrata gigolós un par de veces al mes. Ha superado ya la cincuentena pero sigue siendo una mujer atractiva y activa sexualmente. Está divorciada desde hace cuatro años y dice que nunca tuvo hijos con su marido por falta de tiempo. Vive con su hermana en un piso espacioso y lujoso del centro urbano, y comparten juntas cada día sus cuitas acerca del amor y el sexo, sin ponerse nunca de acuerdo, naturalmente. Ambas trabajan en el mismo estudio de televisión, donde también emergen claramente las desigualdades de clase, las desaveniencias, los desamores y las peleas ocasionales. Un extravagante invitado al programa (una especie de “toro sentado”) acabará seduciendo a la hermana de Judith y la arrebatará de tal modo que ésta lo dejará todo (y a la propia Judith que la tenía como su mejor amiga) para irse a vivir a Arizona. Mientras, entre todas esas turbulencias, Judith y Marco continúan citándose; a veces, sin transacción monetaria por medio.

 

Por una parte, esta historia pretende mostrar que todos los personajes aspiran al “amor de su vida” o, por lo menos, son capaces de experimentarlo en alguna ocasión: tanto el joven matrimonio subsistiendo a salto de mata en el apretado habitáculo familiar, como la hermana de Judith que dice “ahora o nunca” y se lanza al amor en cuanto oye sonar sus campanas, así como la propia Judith encariñada con el tierno jovencito a quien sólo paga para sentirse una “mujer libre” pero a quien aceptaría sin dudarlo como compañero a largo plazo. Todo eso está muy bien pero nos hace sospechar que hay gato encerrado. La simpatía que se puede sentir por alguien que paga por sexo y conoce la situación de miseria en la que se encuentra la prostituta o el prostituto, sin hacer nada por remediarlo, es nula. Produce incluso más repugnancia moral que en otras situaciones de explotación laboral porque a la prostitución se suele llegar por desesperación más que por selección entre varias opciones equiparables en esfuerzo para ganarse el sustento (nada se podría objetar, por el contrario, a los casos más aparentemente voluntarios de Belle de Jour, el clásico film de Buñuel, y, más recientemente, el de Diario de una ninfómana). No obstante, la presente narración juega a hacernos sentir simpatía por todos, incluida Judith por causa de su desesperación y porque, aparentemente, es una mujer inteligente y pragmática que se administra su propia terapia a través del mercado del sexo (aunque sigue desesperada, after all). Es cierto que Judith paga bien y que ella misma entrega parte de su amor y confianza como muy pocos clientes de prostitutas harían jamás. Es su necesidad de amor, no sólo de regulares dosis de sexo, la que está en trance de manifestarse. Por eso adopta un talante paternalista, como hacen muchos empresarios con sus empleados. También es cauta y discreta, intentando evitarle daños mayores a Marco, aunque a menudo es consciente de su egoísmo y de tratarlo como una mera mercancía. El hecho de que se arrepienta, a ojos del espectador privilegiado de su intimidad, no le añade ningún mérito.

 

Pero dijimos que es Marco nuestro desgraciado “héroe de la clase obrera”. Con una belleza salvaje, de latino mediterráneo, y, a veces, poses dignas de James Dean (pero con un fondo más melancólico), se ha casado con la chica más escultural del barrio que trabaja jornadas extenuantes en una peluquería. Su amor mutuo es igualmente salvaje y sólo aspiran a poder tener su propio piso, aunque sea en el mismo vecindario marginado y periférico. Sólo llevan cuatro años casados, así que, quizás, lo peor todavía está por llegar, si es que no ha sido ya bastante dura la experiencia laboral de la prostitución de él. Aquí el narrador parece querer llevarnos a la treta de culpabilizar a Marco porque hace bien su trabajo, disfruta con él e incluso llega a sentir ciertos conatos de enamoramiento por Judith (y, cómo no, por la vida cómoda y dadivosa con la que ella le agasaja). El drama, pues, está bajo control. No hay robos ni asesinatos que nos mostrasen más sangrantemente la violencia que se esconde en todas estas relaciones. Nadie sale ileso de sus luchas por el amor, pero el sufrimiento está contenido en la simple reproducción de las condiciones de clase de cada cual. Como en tantas novelas naturalistas del pasado, lo que no puede ser, no puede ser. La Cenicienta es sólo una burla de la lucha de clases. El amor sólo es una fuerza maravillosa, como en esos culebrones de Garci, hasta que te das cuenta de las relaciones de poder (recordad al profesor de Elegy, de la Coixet), económicas (¿cómo hostias vamos a pagar la hipoteca? ¿podemos vivir juntos cómo queremos y donde queremos?) y culturales (en Mongolia, en Suráfrica, o en Dubai, varían un buen trecho los parámetros de “lo deseable” aunque se sientan coas parecidas) que lo envuelven y constituyen sin remedio. Y están, por último, las diferencias personales de cada ser humano: nuestras manías, nuestras aspiraciones, nuestras dudas y convicciones, nuestros deseos variables, el largo camino por constituirnos como seres dignos, dichosos, virtuosos, capaces. Todo ese fondo de incertidumbre que acecha también a cualquier proyecto “para toda la vida”, a cualquier declaración de amor. Por eso es mejor dejar que nos conduzca ciega y temerariamente, o de lo contrario, nos volveríamos tan prácticos y torpes como Judith y Marco. En la torpeza, de todos modos -unos más que otros-, es fácil caer por muy enamorado que se esté. Así que, paracaídas y gafas de sol. Y lo voy a dejar aquí porque estos vuelos infinitos sobrevolando Siberia dan para ensayos proporcionales a la distancia del viaje, y no es plan de aburrir al personal.

 

 

 

El cuerno de la abundancia

El cuerno de la abundancia

 

 

Me gustó el título de esta película: tantas ideologías y religiones han prometido paraísos, tanta sangre derramada por una vida sin ninguna dependencia de la naturaleza. Y supuse enseguida que tratándose de Cuba, habría mucho de reír para no llorar (no sé por qué, pero sospecho que la misma expresión me vino a la mente con Habana Blues y con Guantanamera). Como en las viñetas de Quino, pero con más hilaridad y desesperación. Porque entre la picaresca caribeña y el hambre post-revolucionario caben infinitas prosas. Como en otras hermanas isleñas del mismo género cómico, aquí se recurre a la parábola para retratar a una comunidad. Una comunidad con sus más y sus menos. Con sus líderes y sus aprovechados. Con los que se quedan y los que se van. Estos últimos, por varios e inescrutables caminos. La parábola: no importa de dónde venga el maná si al final llega para aliviar nuestras penurias. Es curioso que las monjas y piratas del pasado, o los bancos que han perdurado secularmente como sanguijuelas y en los que fue a recaer la herencia en disputa del cuento, no sean objeto de mayor debate. Y eso que no cejan de debatir y hablar y pelearse y fornicar (o intentarlo) y vivir con tanto sol y pasión que en nuestro paralelo parecemos osos polares. La técnica narrativa en círculo y la banda sonora aderezada por Lucio Godoy aderezan más que dignamente esta lograda tragicomedia de Juan Carlos Tabío (2008).

 

 

 

La desconocida

La desconocida

 

Giuseppe Tornatore nos vuelve a encoger el corazón con “La desconocida” (2006). Las desgracias sufridas no justifican que se le inflijan desgracias a terceros. Las cadenas de explotación se reiteran a todas las escalas y van dejando un rosario de cómplices y de corrupción social generalizada. ¿Cómo sobrevivir dignamente? ¿Es el amor tan sólo un espejismo fugaz, irreversible e irrepetible? ¿Por qué necesitamos obsesiones y objetos de ternura para darle un sentido a vidas tan magulladas? Tornatore exprime soberbiamente la magia de las sombras morales tras ese telón de luces y tiempo comprimido (y expandido) que llena la pantalla. Lo que otros obvian o apostillan demagógicamente, aquí es infiltrado e incorporado en cada grano de oro que preside la mirada. Todo esto por debajo de su argumento trágico y ambivalente: una mujer que escapó de las redes de la prostitución ucranianas intentará reconstruir su ser a través de su misteriosa incursión en la vida de unos joyeros de Trieste. La música de Ennio Morricone, por fin, envuelve, con todo lujo de evocaciones,  este conmovedor relato.