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ateo poeta

otras inspiraciones artísticas

No Replay

No Replay

 

Vuelven a los escenarios los trajes negros con corbata de nudo flojo, y algún que otro sombrero a lo Blues Brothers. Vuelven músicos devotos a su público ávido de swing, rock steady y de alegría. Músicos reverenciales con clásicos del jazz o del pop italiano de hace cincuenta años. Jóvenes skatalíticos sin prejuicios y con muchos metales en la sección delantera. Nueve, nada más y nada menos, y con invitados intermitentes a los bongós y a las voces rapeadas. Sin parar de jugar entre ellos, saltando y acuclillándose. Quizás no son virtuosos implacables, quizás la multinacional que los apadrina acabe arañando su ingenua modestia. Pero sus conciertos elegantes y divertidos, dos en una misma semana en Madrid, no serán fáciles de olvidar. Por si queréis probarlos sin la nata del directo: http://myspace.com/noreplayorchestra

 

 

máquinas y almas

máquinas y almas

 

En el Museo Reina Sofía (de Madrid) está todavía abierta (hasta el 10 de octubre) una curiosa exposición con toda clase de sorprendentes artilugios tecnológicos. Entre los que me han resultado más conmovedores me gustaría destacar “Listening Post” (Ben Rubin y Mark Hasen: http://www.earstudio.com/). Como se puede apreciar en el vídeo promocional (http://www.museoreinasofia.com/s-artistas-contemp/home.php) por encima de una melodía cadenciosa y casi nostálgica, se van vertiendo palabras y frases entresacadas de conversaciones que están teniendo lugar en todo el planeta a través de internet (eso sí, sólo las que discurren en inglés). Al mismo tiempo, todos esos fragmentos robados en el ciberespacio son visualizados con un verde fosforito como el de las primeras pantallas de ordenador, a lo largo de decenas de cajitas negras (231) alineadas hipnóticamente en filas y columnas. Un momento sublime para la contemplación de todas nuestras propias conversaciones, como si también estuvieran ahí, objetivadas y troceadas.

 

 

 

Una palabra tuya

Una palabra tuya

El principal aliciente para ver Una palabra tuya (Ángeles González-Sinde, 2008) era, simplemente, una película anterior de la misma directora que me sorprendió en su día por muchas de sus virtudes (La suerte dormida, 2003). En esta ocasión desconfiaba inicialmente del tipo de historia que pudiera narrar pues la novelista de la que se ha surtido, Elvira Lindo, no es especialmente santa de mi devoción. Pero, la verdad, pocos novelistas y pocos directores se arriesgan a retratar a la clase obrera, con sus disyuntivas, apuros y anhelos. Y, sólo por eso, ya merece la pena asomarse a la ventana que le brindan las cámaras. (Sin concesiones, eso nunca, a la exigencia artística de conmoción y evocación.) En esta película dos mujeres acaban trabajando como barrenderas nocturnas en las calles de Madrid. Una de ellas, Rosario, incluso había comenzado una carrera universitaria y quizás fueron, más que nada, las frustraciones personales que vivió en su familia, al filo de la clase media, las que le condujeron a ese destino laboral. La otra, Milagros, procedía de una aldea montañesa y de una prematura orfandad que la llevó a vivir en la ciudad con un pariente taxista. Rosario padece una lacerante falta de autoestima y la carga sobrevenida de cuidar sola a su madre anciana, convaleciente y agriada. Trabaja, casi a escondidas, limpiando en el Banco de España. Milagros sobrelleva su soledad y su desconsuelo con una desinhibición exagerada, canturreando y bailando en cualquier lado. Conduce, un poco a lo loco y sin carnet, el taxi de su tío. Mientras la primera vive ensombrecida y amargada, la segunda esconde sus sombras y deseos con actitudes precipitadas... Es una pena que se resuelvan con torpeza y recurriendo a manidos tópicos sentimentales (la maternidad por azar o el emparejamiento-a-falta-de-algo-mejor) el dilema central: cómo se fraguan la amistad (y el amor unilateral), entre ambas protagonistas, con todo el lastre moral y de subsistencia personal que arrastra cada una. Como me ocurrió en su día con Mataharis (Icíar Bollaín, 2007) o con En un mundo libre (Ken Loach, 2007), pensaba obviar este comentario al no salir de la sala oscura con una sensación sublime, pero al ver otras películas realistas tan condescendientes con el despreocupado “encanto de la burguesía” (pienso en la destacable Caos Calmo -de Antonello Grimaldi, 2008- con todo un alarde narrativo minucioso que nos induce a comprender las vicisitudes de un alto ejecutivo), no tengo duda de hacia dónde orientar mis recomendaciones.

 

 

 

No Smoking

No Smoking

 

Emir Kusturica -el genial director de películas inolvidables como La vida es un milagro o Gato negro, gato blanco- es el guitarrista de una banda iconoclasta: la No Smoking Orchestra. El pasado domingo actuaron en Vigo y lograron que miles de cuerpos comulgaran con sus agitaciones desenfrenadas, con sus irreverencias folkpunk y que repitieran al unísono “fuck you MTV” (entre otras ininteligibles proclamas, probablemente alguna en contra de la reciente independencia de Kosovo). Toda una fiesta cargada de simpatía, teatralidad, ritmo y bailes que recomiendo a cualquiera que tenga la oportunidad de cruzarse en el camino con estos músicos cargados de saludable gamberrismo.

 

 

 

Leer Lolita en Teherán

Leer Lolita en Teherán

 

 

“Me obsesiona una fantasía que tengo sobre la adición de un nuevo artículo a la declaración de derechos del ciudadano: el derecho a la imaginación. He llegado a la conclusión de que la auténtica democracia no puede existir sin libertad de imaginar ni sin el derecho a utilizar obras de la imaginación sin restricción alguna. Para tener una vida completa, hemos de tener la posibilidad de formar y expresar públicamente mundos, sueños, pensamientos y deseos privados, de tener acceso continuo a un diálogo entre los mundos público y privado. ¿De qué otra manera podemos saber que hemos existido, sentido, deseado y temido?

 

(...) ’Yo no puedo acostumbrarme’, dijo Manna un día. Y yo no podía culparla. Seguíamos siendo desdichadas, comparábamos nuestra situación con nuestra propia capacidad y nuestras propias posibilidades, con lo que podíamos tener, y había poco consuelo en el hecho de que millones de personas fueran más infelices que nosotras.

 

(...) -Aprende de nosotras -dijo Azin. ¿Para qué necesitas casarte? -Había recuperado el tono insinuante-. No te tomes en serio a esos individuos: sal con ellos y pásalo bien.

Mi amiga la abogada tenía muchos problemas con Azin. Al principio ésta se había mostrado inflexible con lo del divorcio. Diez días después había acudido al bufete con su marido, su suegra y sus cuñadas. Pensaba que la reconciliación era posible. Poco después se presentó sin cita previa; estaba cubierta de magulladuras y dijo que la había vuelto a golpear y que había dejado a su hija en casa de la madre de él. Por la noche, él se había arrodillado al lado de su cama, llorando y suplicándole que no lo abandonara. Mientras hablábamos, Azin rompió a llorar otra vez, diciendo que él le quitaría a la niña si seguía adelante con el divorcio. Aquella niña era toda su vida, ’y ya conocéis a los tribunales, la custodia de los hijos siempre se la dan al padre’. Azin sabía que él sólo quería a la niña para hacerle daño a ella. Nunca se preocupaba por la niña y lo más probable era que la mandase a casa de su madre. Azin había solicitado un visado para Canadá, pero aunque habían aceptado la solicitud, no podía abandonar legalmente el país sin el permiso del marido. ’Sólo si soy dueña de mi propia vida podré obrar sin el permiso de mi marido’, dijo, desesperada y dramáticamente.

 

(...) Cuando me preguntan por la vida en la República Islámica de Irán, no soy capaz de separar los aspectos más personales y privados de nuestra existencia de la mirada del censor ciego. Pienso en mis chicas, que procedían de diferentes clases sociales. Sus dilemas, independientemente de su clase y sus creencias, eran comunes y procedían del expolio, a manos del régimen, de sus momentos más íntimos y de sus aspiraciones privadas. Este conflicto se encuentra en el centro de la paradoja creada por el Gobierno islámico. Ahora que los ulemas gobernaban el país, la religión se utilizaba como instrumento de poder, como ideología. Este enfoque ideológico de la fe diferenciaba a los que estaban en el poder de los millones de ciudadanos de a pie, creyentes como Mashid, Manna y Yassi, que descubrieron que la República Islámica era su peor enemigo; las personas como yo odiaban la opresión, pero los otros tenían que contender con la traición. Sin embargo, también a ellos les afectaban más directamente las contradicciones e inhibiciones de la vida privada que los grandes asuntos de la guerra y la revolución. Aunque viví en la República Islámica durante dieciocho años, no conseguí captar por completo esta verdad durante los primeros años de agitación, durante las ejecuciones públicas y las manifestaciones sangrientas, ni durante los ocho años de guerra, con la alternancia de las sirenas blancas y rojas, mezcladas con el rugido de los cohetes y las bombas; sólo después de la guerra y de la muerte de Jomeini vi con claridad que éstos eran los dos factores que habían mantenido al país unido a la fuerza, impidiendo que las voces discordantes y las contradicciones salieran a la luz.

 

(...) Nassrin me habló de su temporada en la cárcel. Todo había sido un accidente. Recuerdo lo joven que era; todavía iba al instituto. ’Temíamos exagerar cuando les atribuíamos canalladas -dijo-, pero ahora sabemos que casi todo lo que oímos sobre la cárcel era cierto. Lo peor era cuando gritaban nombres a media noche. Sabíamos que las llamaban para ser ejecutadas. Decían adiós y, poco después, oíamos el sonido de las balas. Sabíamos el número de fusilados en una noche concreta por los tiros de gracia que se oían invariablemente después de las descargas. Había una chica allí cuyo único pecado era su asombrosa belleza. La habían encerrado porque algunos la habían acusado falsamente de inmoralidad. La retuvieron durante un mes y la violaron repetidas veces. Se la pasaban de un guardia a otro. La historia recorrió rápidamente la cárcel, porque la chica ni siquiera estaba allí por motivos políticos, con las presas políticas. Casaban a las vírgenes con los guardias, que más tarde las ejecutaban. La filosofía que había detrás de todo esto era que si eran ejecutadas siendo vírgenes, iban al cielo. Hablas de traiciones. Por lo general, obligaban a las que se habían convertido al Islam a disparar el último tiro en la cabeza de sus camaradas, para demostrar su lealtad al régimen. Si yo no hubiera sido una privilegiada -dijo con rencor-, si no hubiera estado bendecida con un padre que tenía su misma fe, Dios sabe dónde estaría ahora; en el infierno con el resto de vírgenes violadas, o quizá sería de las que pusieron la pistola en la cabeza de alguien àra demostrar su lealtad al Islam.’

 

(...) -Una novela no es una alegoría -dije cuando la clase estaba a punto de acabar-. Es la experiencia sensorial de otro mundo. Si no entras en ese mundo, contienes la respiración con los personajes y te involucras en su destino, no habrá empatía, no habrá identificación, y la identificación está en el corazón de la novela. Así es como se lee una novela: inhalando la experiencia. Así que empezad a respirar. Sólo quiero que recordéis esto.

 

(...) La clase transcurrió sin novedad y las siguientes ya fueron más fáciles. Yo era entusiasta, ingenua e idealista, y estaba enamorada de mis libros. Los alumnos sentían curiosidad por mí y por el doctor K, el joven de cabello rizado con el que había tropezado en el despacho del doctor A, extraños fichajes de última hora en un período en que casi todos los estudiantes querían expulsar a sus profesores: todos eran contrarrevolucionarios, término que abarcaba desde trabajar con el régimen anterior hasta utilizar un lenguaje obsceno en clase.

Aquel primer día les pregunté a mis alumnos cuál era el objeto de la literatura, por qué hemos de molestarnos en leer literatura. Fue una manera extraña de empezar, pero conseguí atraerme su atención. Expliqué que durante el semestre leeríamos y comentaríamos a varios autores que sólo tenían en común el hecho de haber sido subversivos. Unos, como Gorki o Gold, eran abiertamente subversivos por sus objetivos políticos; otros, como Fitzgerald y Mark Twain, eran en mi opinión más subversivos, aunque no se notara tanto. Les dije que volveríamos sobre esta palabra porque para mí su significado era ligeramente distinto de la definición habitual. Escribí en la pizarra una frase de T. W. Adorno que me gustaba mucho: ’La más alta forma de moralidad es sentirse extraño en la propia casa.’ Expliqué que la finalidad de casi todas las grandes obras de imaginación era hacer que nos sintiéramos como extraños en nuestra propia casa. La mejor literatura siempre nos obligaba a cuestionarnos lo que dábamos por sentado. Ponía en duda las tradiciones y las esperanzas cuando parecían inmutables. Les dije a mis alumnos que quería que al leer aquellas obras pensaran en cómo les afectaban, les inquietaban, les hacían mirar alrededor y ver el mundo, como Alicia en el País de las Maravillas, con otros ojos.”

 

Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán. Una historia de amor, libros y Revolución

 

 

 

Mala gente

Mala gente

Al parecer, llevamos unos años (aproximadamente, desde 1996, sexagésimo aniversario del Golpe de Estado de Franco y sus secuaces contra el gobierno de la República española) de gran afluencia de libros en quioscos y librerías sobre aquella infame época de la mal llamada Guerra Civil y su “larga noche de piedra” subsiguiente. Nunca la obscenidad fue tan rampante. Después de tanto silencio, tanta desmemoria, tantas humillaciones oficializadas y tan insultante reproducción de las mismas fortunas y élites sociales, parece que ya se puede hablar, que hay libros para todos los gustos y que la “reconciliación nacional”, final y naturalmente, se da en ese inocente mercado literario y pseudohistórico. ¡Qué vergüenza que tantas generaciones hayan pasado por la escuela con ese vacío ignominioso en sus planes de estudios! ¡Y qué raquítica la legislación que ni siquiera ha venido a paliar un ápice todo ese terror infligido sistemáticamente por ese fascismo longevo y sanguinario que gobernó con plena impunidad internacional durante cuarenta años! Los que olvidan su historia, dicen, corren el riesgo de volver a repetirla...

 

Mala gente que camina (Benjamín Prado, 2006) era una más de ese montón de publicaciones que ya casi no tenía ganas ni de consultar, después de años de hacerme preguntas y escarbar por mi cuenta en algunos de esos pozos intocables, según nos indujeron a pensar. Pero ha sido un regalo de cumpleaños oportuno y gratificante (gracias, Cristina), con una buena historia que me ha intrigado desde el principio, aunque no es difícil adivinar su desenlace desde la mitad de esta voluminosa novela. Algunos personajes quizás están desarrollados y presentados un poco excesiva y formalmente, y la abundante información documental también abruma y hasta hace un poco pedantes algunos diálogos, pero el tono de denuncia política y la trama son interesantes. El narrador es un profesor de instituto que aparenta usar esta novela para contar en forma de ficción lo que no le permiten hacer en forma de ensayo histórico y filológico. Dedicado a estudiar la literatura de posguerra y, en particular, la de autores sutilmente díscolos con el Régimen del dictador como Carmen Laforet y Luis Martín-Santos, descubre a una escritora frustrada y olvidada que, sin embargo, fue astuta y tenaz en denunciar el rapto de hijos republicanos por el Estado y la Iglesia. El autor-narrador estima que más de 30.000 niños habrían sido extirpados de sus madres y familias, o repatriados forzosamente, después de fusilar o encerrar perpetuamente a sus progenitores. Y salpica la narración con las numerosas atrocidades a las que fueron sometidas las mujeres encarceladas por el Régimen e, incluso, las que sufrieron miles de aquellos niños en su vil trueque cuando no perecieron por pura alevosía de aquellos “cristianos” fundamentalistas. Apasionantes resultan también los excursos que hace para mostrar cuántos falangistas se intentaron reconvertir en paladines de la democracia después de haber escrito auténticos panfletos terroristas, y cuántos escritores exitosos secundaron aquella complicidad sin el menor remordimiento. De lo que se trataba era de mantener el poder, medrar, estar con los vencedores y hacer culpables a las víctimas. Y muy pocos fueron capaces de nadar y guardar la ropa, o de nadar entre dos aguas. En fin, como decía otro verso de Antonio Machado también citado en el libro (“mala gente que camina” es uno): “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.

 

 

 

La edad de la ignorancia

La edad de la ignorancia

 

El protagonista de La edad de la ignorancia (Denis Arkand, 2007) es un hombre maduro, funcionario, casado, con dos hijas y una vida de lo más normal. Precisamente esa normalidad anodina, alienante y patética es la fuente de sus desgracias. La sexualidad con su mujer se ha evaporado, sus hijas sólo escuchan sus propias músicas y pensamientos, su jefa ejerce de policía con manía persecutoria de sus retrasos por la mañana, de sus pitillos a escondidas y hasta de su lenguaje políticamente incorrecto. La rutina diaria es un suplicio diario. La única mujer con la que todavía tiene un vínculo de ternura, su madre, está moribunda, sola e ida en un hospital. Lo único que le queda para evadirse de esa vida absurda es la fantasía y, sobre todo, las fantasías eróticas: con una modelo-actriz, con una periodista que le entrevista cuando -en su imaginación- gana un premio literario, cuando es elegido candidato del partido quebecquois... Esas evocaciones con todo lujo de detalles y su mezcla constante con episodios cotidianos no menos absurdos (como cuando conoce a una pirada que se cree una princesa medieval) van plagando la historia de un humor delirante, de ese de reír para no llorar. Sublime es, en especial, la escena en la que una comisión laboral juzga al protagonista por haber usado la palabra “negro” y una experta jurista señala que ¡ha sido suprimida del diccionario de Canadá! Todas las frustraciones que desfilan magistral y sarcásticamente por este sainete no ocluyen, sin embargo, el esbozo de unos leves visos de esperanza para que este hombre dimita de todo lo que le hace infeliz.

 

 

 

Gran Vía

Gran Vía

 

“De hacerme algún día tarjetas de visita, debajo de Bernardino Suárez Atanor, de profesión, pondría paseante. No sé hacer otra cosa más que pasear y a eso me dedico, a pasear con ojo de águila serpentina y memoria fotográfica. Me encargan que localice algo, a alguien, lo que sea aunque sea abstracto, y yo lo localizo pateando la ciudad, en particular la Gran Vía y su alfoz, es mi territorio. Hay encargos de mal agüero pero que acepto por su extravagancia, soy de natural curioso y no me gusta repetir de oficio, como dijo en esa de aventuras Clark Gable o Paco Rabal, uno de ellos o quizá otro, ’nada peor que un sueldo’, porque el sueldo es la suprema repetición. El de aquel cuadro era un pésimo augurio pero más insólito imposible, al menos para mí. La pintura no era grande, medía 0,75 x 0,40, pero sí era un laberinto al óleo: tres franjas horizontales de azules diferentes, pongamos del mar al cielo, salpicadas de redondeles de todos los colores, pongamos a modo de lunares o planetas. Parecía la bandera de un país africano, de esas que sólo vemos por la tele cuando desfilan en los Juegos Olímpicos. Me lo encargó Tino, el de Astorga, un maragato bien instalado en el Círculo Mercantil, lo suyo es el naipe. Me dijo:

-Dino, tienes que localizarme a un coleccionista al que le chiflen estas rarezas, por lo visto este adefesio es un almasola, cosa fina.

Lo pregunté como el periodista al que le encargan un artículo de opinión pregunta si a favor o en contra de un asunto del que no tiene ni puta idea.

-¿Almasola pintor o Almasola título?

-Ni puta idea, por eso te voy a dar el doble de comisión.

El cuadro se lo había ganado al póquer a un guirigay, un turista milanés medio pardela, medio exquisito. A cambio de las cien mil pelas que ya no podía pagarle. El guiri le convenció con el cuento de la lechera: el cuadro no se cotizaba en las galerías de arte, pero por toda Europa pululaban adictos admiradores de esa pintura, coleccionistas fanáticos y secretos, capaces de pagar millones por una tela tan bien conservada con, por lo no visto, un gran encanto simbólico. Tino se dejó convencer porque ya le había exprimido lo suficiente y no merecía la pena hacerle un chirlo en la jeta, más sacaría con el adefesio si de verdad era antiguo y, si no lo era, como quien se pasa en la propina.”

 

Raúl Guerra Garrido, La Gran Vía es New York

 

 

Este libro es una auténtica joya de 500 nutridas páginas. Podría dejarlo aquí, lacónico, y bastaría con echar un vistazo a su exquisita prosa para apreciar la desbordante imaginación que Guerra Garrido despliega a partir de los más recónditos espacios de esta arteria única de Madrid. Diré, tan sólo, que es una literatura tan verosímil que no dejas un minuto de sospechar cuánto hay de documentación histórica, de indagación urbanística y de recreación ingeniosa acerca de las decenas de personajes rocambolescos que deambulan por sus páginas. Durante las semanas que he estado hipnotizado por esta soberbia lectura, volvía una y otra vez a la Gran Vía tratando de identificar los edificios, carteles, cines, restaurantes y mobiliario aludidos en el texto. Esperaba, tal vez, cruzarme con los camareros o con los guardias de seguridad o con los buscavidas de cuyas anécdotas no dejaba de sorprenderme. Muchas de las historias están ambientadas en el pasado, como aquélla tristemente heroica del correveidile de Arturo Barea (el autor de aquel mítico ’La forja de un rebelde’) cuando éste censuraba para la República, desde el edificio de Telefónica, las noticias que enviaban los corresponsales internacionales sobre la sangría fascista. Otras veces, cualquier excusa es válida para reconstruir los lugares, genealogías y periplos provocando que un militar acabe hospedado en la zona o una heredera suicida regente un hotel. Los lustrosos ejercicios de estilo no desmerecen ni se desequilibran al relatar las vidas de médicos o de prostitutas, de los fundadores de la Casa del Libro o de trileros de tres al cuarto, del pacifista Gonzalo Arias y su utopía inédita por derrocar al dictador o de un dibujante de La Codorniz. En fin, una auténtica delicia para los que tenemos veleidades sociológicas incrustadas en todos los sentidos.

 

 

 

Nazis en España

Nazis en España

 

 

La fabulosa iniciativa surgida entre activistas madrileños para organizar la “Muestra de Cine de Lavapiés” ha llegado a su quinta edición este año y en “El solar” okupado pudimos ver el miércoles pasado una de las mejores proyecciones y escuchar engatusados las profundas y precisas reflexiones de su director al final: El paraíso de Hafner (Günter Schwaiger, 2007).

 

Como señala la presentación de la Muestra: “Hafner, ex-criador de cerdos, inventor arruinado, amante insolente y, ante todo, antiguo oficial (teniente) de las SS, vive en España rodeado de amigos nazis y soñando con el advenimiento del IV Reich. A través del film nos introducirá, orgulloso y sin complejos, en su mundo oscuro y grotesco que ha fabricado a su medida y en el cual reina con aparente soberbia. Finalmente la realidad vendrá a su encuentro...” Y añade el director: “Esta película se me presentó a la vez como un desafío y un duelo. Desafío porque me enfrenté al triste pasado de mis orígenes, es decir, con el oscuro pasado de mi país, Austria. Pero lo hice desde la perspectiva más distante y fresca de mi nueva vida en España, donde llevo viviendo diez años. Y es un duelo porque enfrentarse a quien desprecia lo que uno más valora, resulta muy duro. Hablar, incluso en ocasiones sentir simpatía por alguien que no tiene ninguna compasión por el dolor ajeno, se hace insoportable. Hafner lo sabía y jugó con ello. Quiso quemar mi voluntad de resistir durante todo el rodaje, pero al final su silencio lo dice todo...”

 

En efecto, el director se presenta sincero y a cuerpo descubierto. Aunque en las antípodas ideológicas de su personaje, éste acepta el envite y pasa a contar y mostrar su vida. Defiende sin atisbo de duda a Hitler y desprecia los registros oficiales del Holocausto, el genocidio judío. Se codea entre los falangistas españoles y Fuerza Nueva. La dictadura franquista lo acogió, al igual que a otros cientos de oficiales nazis, con los brazos abiertos para que se instalaran en España tras la Segunda Guerra Mundial y pudieran crear empresas con todo tipo de beneficios. Su impunidad y ocultamiento, incluso hoy en día, son otra de esas vetas de ignominia en la memoria histórica en nuestro país. Hafner, además, es un anciano fornido y tan dogmático como acostumbraba. A pesar de su inflamado verbo autoritario, en la película ofrece un rostro humano, cierta agudeza mental y hasta una taimada simpatía senil. Sólo el abandono de sus amigos nazis de Marbella, las inesperadas acusaciones de antisemitismo que le hace una amiga suya hija de un general franquista, y sus parálisis cruciales cuando acepta presenciar un documental sobre el Holocausto y conversar con Hans Landauer, un ex-brigadista internacional en la Guerra Civil y posterior superviviente del campo de concentración de Dachau donde Hafner trabajó... consiguen abrir unos resquicios en la coraza de indignidad con la que el protagonista se disfrazaba. Los planos, algunas selectas imágenes y los pertinentes silencios, desde el punto de vista técnico, sólo pueden merecer elogios. Schwaiger ha compuesto una obra intensa, emotiva y de una incisiva provocación reflexiva acerca del fascismo y de las personas concretas que lo abanderan. Imprescindible.

 

Los invisibles

Los invisibles

 

 

“nosotros debemos decidir qué es lo que más nos conviene para el crecimiento y el reforzamiento de este movimiento y entonces el problema más importante para nosotros no está en conservar el Almacén a cualquier precio el problema está en que debemos conservar la fuerza que hemos conseguido y para ello tenemos que rechazar la evacuación voluntaria que nos proponen pero también tenemos que decidir autónomamente nosotros cuándo y cómo desocupar si nosotros desocupamos por decisión autónoma nuestra conservamos intacta nuestra fuerza política y mañana podremos desarrollar de nuevo las luchas de este movimiento para la conquista de un espacio social podremos llevar a cabo otras ocupaciones y otras luchas si por el contrario vamos al enfrentamiento hoy aquí nos lo jugamos todo y en mi opinión lo perdemos todo”

 

Nanni Balestrini, Los invisibles

 

 

 

 

Esta novela fue publicada en 1987 en italiano, en 1988 en castellano por la editorial Anagrama y en 2007 ha sido reeditada por Traficantes de Sueños (http://www.traficantes.net/index.php/trafis/editorial/catalogo/historia/los_invisibles) con la misma traducción de Joaquín Jordá. No obstante, ficciona una serie de acontecimientos políticos que tuvieron lugar en distintas ciudades italianas en la segunda mitad de la década de 1970. Los protagonistas pertenecen al ’movimiento autónomo’ que intentó radicalizar los ideales comunistas, aplicarlos asamblearia y horizontalmente a la realidad inmediata, y enfrentarse a todo tipo de opresiones laborales, sexuales, mediáticas y políticas. Los centros sociales okupados, las huelgas salvajes, los hurtos selectivos y la autoorganización feminista fueron algunas de las intensas experiencias que aún prolongan su influencia hasta nuestros días. Sin embargo, muchas de aquellas luchas descarrilaron hacia acciones armadas insensatas y, en consecuencia, la represión policial y judicial fue feroz. Tanto que algunos, como el propio autor de la novela y varias centenas más, se exiliaron durante años en Francia ante la carencia de garantías que ofrecían en Italia las detenciones, torturas y juicios. El libro traza con hábil e impresionista síntesis algunos de los momentos vitales más significativos de los jóvenes que se iban involucrando en el movimiento y los dilemas a los que tenían que hacer frente cada día, sus tácticas, sus conflictos y sus diletancias. La falta de puntuación, por su parte, invoca a una cierta creatividad del lector y a su concentración en el discurrir de los hechos narrados. La vida en prisión del principal protagonista, sufriendo todo tipo de agresiones a la vez que mostrando la capacidad colectiva de organizarse y rebelarse incluso en condiciones tan totalitarias, ocupa una buena parte del relato y conduce a una sensación de desasosiego y de derrota de esos movimientos sociales. Pero esa es sólo una técnica para envolvernos en los pensamientos y avatares de los personajes porque, en el fondo, nos interpela constantemente acerca de las huellas que pudieron dejar todas aquellas reivindicaciones, las posibles lecciones a aprender de sus propósitos, de sus prácticas y de sus evidentes defectos. Por eso es una novela apasionante y sólidamente anclada en el magma de aquella realidad sísmica y del mismo capitalismo extenuante con el que coexistismos en la actualidad.

 

 

Elegy

Elegy

 

 

La última entrega de Isabel Coixet, Elegy (2008), vuelve a poner el dedo sobre la llaga de las turbulencias sentimentales: amor, enfermedad, muerte... Él (Ben Kingsley): un profesor neoyorquino de más de sesenta años pero bien conservado físicamente, exitoso en su mundillo intelectual, independiente, divorciado desde hace décadas, atractivo y sexualmente prolífico. Ella (Penélope Cruz): una joven menor de treinta, alumna del susodicho, de familia cubana enriquecida, atractiva e inexperta, supuestamente inteligente, y entregada sin la menor duda al amor con su profesor una vez que es seducida por él (en principio, sólo para copular con ella... la táctica: al acabar el curso, el profesor organiza una fiesta en su casa eludiendo así las prohibiciones de acoso sexual que imperan en el recinto universitario notoriamente visibles a través de placas y carteles por doquier). El guión nos puede sonar algo recurrente y estereotipado: se enamoran pero, debido a su diferencia de edad y a otros inconvenientes sociales, sufren y se separan. Es menester preguntarse, por lo tanto: ¿qué nos aporta de novedoso este típicamente desequilibrado y algo convencional affair? (Convencional por cuanto, en las sociedades machistas, los hombres mayores siempre han tenido más oportunidades para emparejarse con jovencitas en un intercambio de la salud y belleza de éstas por el supuesto bienestar económico y protección física de aquéllos). Me inclino por la hipótesis del “viejo testarudo”. Quiero decir que, a pesar de los dolores de ella (más o menos trágicos según la etapa de la película), me da la impresión de que todo el peso de la narración recae sobre los principios normativos de él (de hecho, la historia se basa en una novela de Philip Roth). O sea, que él no se apea de su tren de vida ni aunque le atraviese a hierro la musa más carnal y hermosa que se hubiera imaginado.

 

Su tren de vida y su código ético consisten, simplemente, en un individualismo radical: no comprometerse nunca (más) en un proyecto de convivencia con otro ser que pueda erosionar alguna capa de su pacientemente cultivada intimidad. Sus amantes le hacen sentir hermoso y deseado. Sus alumnos y audiencias le hacen sentir culto y admirado. ¿Para qué, entonces, reducirse a una vida en pareja que pudiera rebajar considerablemente sus atributos? “No atravesar la frontera” (del matrimonio, de reconocerse enamorado, de compartir sus cuatro paredes durante más de un día): esa parece ser su máxima. Y su amigo el poeta, igual de anciano y promiscuo que él, no hace más que complacerle en su mutuo carpe diem. ¿Podrán las advertencias de la muerte y de la enfermedad hacerle cambiar de idea? Nada de eso, nuestro viejo testarudo se aferra a su suerte y a su vida contemplativa pase lo que pase. Desde su celoso presenteísmo nos intenta convencer con un pronóstico de fuerte realismo: si me uno a esa mujer extraordinaria, parece decirnos, toda esta gloria (de ambos) se transformará en sufrimiento (mío) pues ella es joven y me abandonará antes o después; ergo, mejor me olvido de esta pasión suicida y me conformo con la dicha breve o con la ruptura segura (y sufrimiento mutuo, aunque pequeño) en cuanto se percate de mi falta de entusiasmo... Todas esas tribulaciones no hacen mella en el fondo metódico y mineral de nuestro héroe, aunque sus silencios y parcas reafirmaciones de sus fuentes de afecto nos hagan sospechar, por momentos, lo contrario.

 

 

El señor Ibrahim

El señor Ibrahim

 

 

En pantalla chica y con la cena en bandejas -en los mismos sofás donde acompaño a mis hijos adolescentes a seguir los partidos de la Eurocopa, venciendo mis renuencias prejuiciosas ante el deporte televisado y pasando un buen rato con ellos- vimos esta semana El señor Ibrahim y las flores del Corán (François Dupeyron, 2003). Mis chavales me advirtieron antes de empezar: “sólo nos quedamos si es entretenida”. Su primer requisito de entretenimiento es que no la visualicemos en su francés original: cedo. A partir de ahí, sólo temo al síndrome de somnolencia adquirida o a la súbita aparición de otros entretenimientos simultáneos a la proyección. Y nada de eso ocurre: me alegro. Desde los primeros hasta los últimos acordes del “no matter, no matter what color, you’re still my brother... tell me why, why can’t we live together?” su pensamiento parece absorbido por el devenir de Momo, el chaval judío de 13 años que encuentra en Ibrahim, el tendero turco de su barrio, a un amigo y segundo padre. Puede ser que la edad del joven protagonista y sus peripecias fueran suficiente acicate para que mis niños se viesen reflejados, identificados y cuestionados, y así no perder comba de los sucesos. Momo vive solo con su amargado padre para quien cocina y hace la compra habitualmente. A su tierna edad se inicia en la sexualidad gracias a las prostitutas de la Rue Bleu donde vive, en un denso y bullicioso barrio viejo del París de los años ’60. También se enamorará y desenamorará de una vecina pelirroja, y se hará amigo e hijo adoptivo del sorprendente señor Ibrahim. A éste le robaba latas de conserva hasta que el anciano y sabio musulmán le reprendió comprensivamente y le fue atrayendo hasta su particular filosofía vitalista (y a la lectura del Corán), a pesar de su ya avanzada vejez y su rutina comercial aparentemente sombría. Juntos se contagiarán la sonrisa y hasta emprenderán un viaje en coche (¡del que sólo veremos las nubes!) hasta la Turquía natal de Ibrahim (región de Anatolia, si no recuerdo mal). ¿No deberían ser así todas las “paternidades”: amistosas, estimulantes del conocimiento, ejemplos de autonomía y felicidad? No sé exactamente en qué pensaban Mario y Luis (¡tan concentrados y metidos en la piel de los personajes como me suele ocurrir a mí!), pero estoy seguro de que su mirada atenta hasta el final no les dejó indiferentes. Y todas esas contundentes canciones de rock y música negra de la época (junto a alguna francesa como Nouvelle Vague), tan bien trabadas y coloristas (como el Sunny, La Bamba, o Sweet Little Sixteen), seguro que también contribuyeron lo suyo a que se sintieran “entretenidos”. Es difícil, pero cada día voy aprendiendo más a ver buen cine juntos. O sea, a convivir y a crecer juntos, entrando en universos comunes de reflexión (es curioso, pero últimamente hasta se animan a leer algunas cosas de los periódicos que yo devoro con fruición...).

 

 

 

mimos

mimos

 

 

“La nalga es una epifanía y nunca una culminación. Es, como diría mi amigo Jacinto, un sine qua non que encierra la promesa de un cetro soberano que puede ser acariciado, contemplado, besuqueado, palpado... o de un torso para ser recorrido con la lengua o unas tetillas que responden. Lo normal, vamos. Pero son las nalgas como preámbulo las que me descomponen. Así de simple.

        Les decía al principio que no es lo mismo desear que ser deseado. Y yo, a partir de aquel día, tenía un punto peligroso de comparación, un nuevo dato sobre mí y mi cuerpo, que ponía un velo de oscuras perplejidades en mi matrimonio. Tenía que beber más, casi hasta la borrachera, para poder abrazar aquel cuerpo -el de mi marido, digo- que nunca antes me había desagradado. Y creo que él se daba cuenta.

        Con el tiempo y algunas experiencias he aprendido algo que no te explican los manuales y que casi nadie te cuenta. Cuando la química, el flechazo, no funciona, el goce es un goce mermado, limitado. Porque lo de menos -y ahí nos han engañado, os lo aseguro- es el... Es una palabra tan horrible que no la voy a emplear. Pónganla ustedes y evítenmela porque me suena a medicina y consultorio del psicoanalista... Sí, lo que están pensando: esa palabra técnica que empieza por o... Uno de mis amantes preguntaba: ’¿Tuviste mimos?’ Pues eso, mimos. Les contaba que lo de menos son los mimos. Mimos se tienen con cualquiera y una sola puede provocárselos. Y el mimo solitario o el mimo compartido con aquel a quien uno no desea es simplemente una descarga física, gratificante, pero... ¿cómo explicarles?... local, por decirlo de algún modo.

        En cambio, cuando eres tú la que deseas, con mimos o sin mimos, se produce una transfiguración que es física y psíquica: un calambre que te atrapa de la cabeza a los pies, que te aturde y te traslada a otra dimensión. Y eso no se provoca. Es un estado de desvalimiento que convierte tu cuerpo en una cuerda afinadísima -la metáfora es simplona, lo sé, pero me sirve-, capaz de vibrar al menor roce, desde la punta de los dedos hasta el último cabello. Con mis maridos siempre he tenido ’mimitos’ placenteros. Y, en cambio, con mis amantes -sobre todo con esos amantes esporádicos, como el tipo aquel de las gafitas, el de la ensaimada, que acabo de contarles- a veces no... Pero no importa nada. Lo que está prendido puede luego apagarse, y si no se apaga puede irse durmiendo despacito dejando todo el cuerpo en un rescoldo. Pero no hay ’mimo’ del mundo que yo estuviera dispuesta a cambiar por ese estado que es realmente un estado de gracia, un soplo de la vida que modifica los colores, las formas y agiganta las sensaciones.”

 

Lourdes Ortiz, Las nalgas: la confesión

 

 

Entre mis últimas incursiones en la literatura erótica -un género que prodigo y recomiendo vehementemente también como saludable pedagogía sexual- me he entregado con curiosidad al volumen colectivo Verte desnudo editado por la misma escritora, Lourdes Ortiz, de quien he extraído los anteriores párrafos de su particular contribución al libro. Ante todo, no me ha gustado mucho esa compartimentación tan médica y mecánica del cuerpo masculino en cada capítulo, posiblemente sugerida por la editora al conjunto de escritoras para dotar de coherencia al conjunto. Pero la mirada femenina pícara, extravagante o fantasiosa constituye siempre un universo refrescante para entendernos mejor en ese campo de juegos y placeres que mueve nuestras células como pocas otras cosas. Aunque algunas historias derivan por inverosímiles vericuetos (como la de Emma Cohen sobre la adolescente que se enamora del “hombre de la gabardina”) y otras caen en la trampa editorial del fetichismo (como el relato de Cristina Peri Rossi sobre la homología entre el cuello y el sexo), es de agradecer el brillante vocabulario empleado, cargado de oropeles y recreaciones ávidas de sensualidad. En el caso de mi alabada poetisa Clara Janés (“La boca: el banquete”) y en alguna otra, llega incluso hasta el paroxismo, suplantando a la trama y a los personajes. En todo caso, la suma de variados matices, perspectivas y lubricantes sugerencias de todas las autoras nos regala un nutrido inventario de palabras perfumadas, de esas palabras etéreas pero imprescindibles, de esas palabras que se amalgaman, sin solución de continuidad, con la piel, los mimos, el deseo y la eternidad.

 

 

más desamores

más desamores

 

 

“Julia sólo quería marcharse cuanto antes de Barcelona. «Dejarlo todo. Dejarlo atrás.» Bajo amenaza de demanda, Gaspar acabó aceptando un borrador de mutuo acuerdo. Según este borrador Virginia se iba iba con su madre a Santiago, donde empezaría el nuevo curso, después de pasar el mes de julio con su padre. Julia había alquilado un piso por teléfono, la matriculó en un colegio cercano. De nada de esto Gaspar se quiso enterar. Todo le parecía espantoso, y lo único que quería era asegurarse las vacaciones íntegras del verano. Navidad y Semana Santa con la niña, verla en Santiago cuando le diera la gana, llevársela al extranjero. Introdujo una cláusula en su propuesta que a su abogado le dejó los ojos como platos: «La cónyuge no podrá moverse del estricto marco de la comunidad autónoma gallega.» Ésas eran las aspiraciones de Gaspar, de aquel demócrata de izquierdas, de aquel antifranquista, de aquel culto señor. Uno de los principios de la constitución española protege del derecho de sus ciudadanos a moverse libremente por su territorio, pero es que Julia no era una ciudadana libre, no al menos para Gaspar. Por descontado, la casa se la quedaba él, y el ajuar. Después de levantar dos casas, de poner en orden la vida de Gaspar, Julia se llevaba un hatillo de estudiante y una hija. No pidió más. Pero lo del verano lo discutió. Se peleó para que sólo fuera un mes; acabó cediendo todas las vacaciones sin restricción, para que aquella locura acabase de una vez. En medio de las delirantes deliberaciones, se encontraba con él por la casa. «Si sólo me abrazara, si sólo me dijera quédate, no te vayas.» Pero aquella frase nunca llegó. ¿Pensar en abrazar a Julia? ¿Pedirle que se quedara, que recapacitara? Ni por asomo se le pasaba por la cabeza. Aquella mujerzuela era una alimaña, ¿cómo no lo había podido intuir? ¿Cómo había podido enamorarse de una cosa tan baja? ¡Se había atrevido a separarse de él, a hurgar en su patrimonio! ¡Había investigado en sus papeles del registro! Cuánta razón tenía Frederic cuando hizo su diagnóstico. «Las chicas de ahora no son como las de antes, papá.» Eso le había dicho Frederic a Gaspar cuando Julia apareció en escena. Aquella niña que tanto había querido, por la que todo lo había dejado, su palacio de desahuciado, su vida de divorciado, ahora se descubría como una verdulera. ¡Hasta se había atrevido a mandarle a la mierda! ¡A él, a Gaspar Ferré! Aquella jovenzuela le había dado una hija y ahora lo dejaba plantado, arrancaba a Virginia de Cataluña, de su familia. Gaspar prefería no pensarlo, se sentía fatal.”

 

Luisa Castro, La segunda mujer

 

 

desamores

desamores

 

 

“El amor es un combate perdido de antemano.

 

Al principio, todo es hermoso, incluso tú. No das crédito a estar tan enamorado. Cada día trae consigo su liviana carga de milagros. Jamás nadie en el mundo había conocido tanta felicidad. La felicidad existe y es muy simple: consiste en un rostro. El universo sonríe. Durante un año, la vida no es más que una sucesión de soleadas mañanas, incluso cuando nieva por la tarde. Te dedicas a escribir libros sobre esta cuestión. Te casas, lo antes posible: ¿para qué reflexionar cuando uno es feliz? Reflexionar te entristece; la vida debe ganar la partida.

 

El segundo año, las cosas empiezan a cambiar. Te has vuelto más tierno. Te sientes orgulloso de la complicidad que se ha establecido en tu pareja. Comprendes a tu mujer con sólo medias palabras; qué felicidad conformar un todo. En la calle, confunden a tu mujer con tu hermana: eso te halaga pero te va desgastando. Hacéis el amor cada vez menos y consideráis que no es grave. Estáis convencidos de que el fin del mundo está lejos. Defendéis el matrimonio delante de vuestros amigos solteros, que ya no os reconocen. Tú mismo, sin ir más lejos, ¿estás realmente seguro de reconocerte cuando recitas la lección aprendida de memoria y resistes la tentación de fijarte en las señoritas ligeras de ropa que iluminan la calle?

 

El tercer año, ya no resistes la tentación de fijarte en las señoritas ligeras de ropa que iluminan la calle. Ya no hablas con tu mujer. Pasáis las horas en el restaurante escuchando lo que cuentan las mesas vecinas. Sales cada vez más: eso te proporciona la excusa para no tener que follar. Pronto llega el momento en que ya no puedes soportar a tu esposa ni un segundo más, ya que te has enamorado de otra. Sólo hay un punto en el que no te habías equivocado: efectivamente, la vida siempre tiene la última palabra. El tercer año trae consigo una noticia buena y otra noticia mala. La noticia buena: asqueada, tu mujer te abandona. La noticia mala: empiezas otro libro.”

 

 

Frédéric Beigbeder, El amor dura tres años

 

 

idas y vueltas

idas y vueltas

 

 

Los tres entierros de Melquiades Estrada (2006) es una película dirigida por Tommy Lee Jones a partir del guión de Guillermo Arriaga (memorable, a su vez, por otros dos impactantes guiones previos: Amores Perros y 21 gramos, dirigidas por Alejandro González Iñárritu). En esta ocasión el relato nos sorprende porque aborda el fenómeno de la inmigración ilegal procedente de México hacia Estados Unidos, pero de una forma insólita. El director, que es también el actor principal -Pete-, se embarca en la ilegalidad de llevar a enterrar a México a su más entrañable amigo, un “espalda mojada” que fue asesinado impunemente en Texas. A ese viaje a caballo llevará obligado, a punta de pistola, al guardia fronterizo que mató a Melquiades. El periplo está lleno de desventuras, tensiones, violencias y soledad. También de unos paisajes desérticos pero con una soberbia y sobrecogedora belleza por los que deambulan y se escabullen los temerarios grupos de de inmigrantes mexicanos. La vida a ambos lados de la frontera parece anodina y descorazonadora para todos y sólo la ya cercenada amistad de Melquiades y Pete parece resplandecer a lo lejos, como una estrella fugaz de humanidad. Quizás es sólo un espejismo más, una ilusión necesaria para sobrevivir en un entorno hostil lleno de víboras, rayos infrarrojos y el gatillo fácil.

 

 

autobiografía relajante

autobiografía relajante

 

 

“Algunos rasgos de mi personalidad sexual contienen pequeñas tendencias regresivas. A ellas remitiré asimismo la costumbre de consumar el acto sexual en un máximo de puntos del espacio conocido. Algunos de esos puntos son los que permiten a la pareja manifestar la urgencia del deseo y ensayar al mismo tiempo posiciones inéditas, entre la salida del ascensor y la entrada del piso, en la bañera o sobre la mesa de la cocina. Entre los más excitantes figuran los espacios de trabajo. Ahí se articulan el espacio íntimo y el espacio público. Un amigo, con quien me veía en su despacho, que daba a la calle de Rennes se la hacía mamar de buena gana delante del tabique de cristal que llegaba hasta el suelo, y la eufórica agitación del barrio, que ascendía hasta mí, arrodillada a contraluz, participaba claramente en mi placer. En la ciudad, a falta de un horizonte lejano, me agrada tener un punto de mira desde una ventana o un balcón cuando aprisiono en una cavidad secreta una polla lánguida. En casa, paseo una mirada vaga por encima del patio estrecho y por las ventanas de los vecinos; desde un despacho que ocupaba en el bulevar Saint-Germain contemplaba la fachada maciza del Ministerio de Asuntos Exteriores. He hablado también de algunos de esos puntos al mencionar el temor exquisito de exponerse a la mirada de testigos involuntarios. Yo añadiría a esa tentación exhibicionista la pulsión de marcar mi territorio, como haría un animal. A semejanza del lemur que define con unos chorros de orina el espacio que será suyo, dejas caer unas gotas de esperma en un peldaño de la escalera o la moqueta de un despacho, impregnas con tu efluvio el cuchitril donde todo el mundo deposita sus cosas. Al inscribir sobre ese territorio el acto por el cual el cuerpo trasciende sus propios límites, uno se lo apropia por ósmosis. Y te adueñas del espacio del prójimo. No hay duda de que en esta conducta hay una parte de provocación y hasta de agresividad indirectas hacia los demás. La libertad parece tanto mayor cuanto que te la otorgas en un lugar donde la cohabitación profesional impone normalmente reglas, limitaciones, aunque compartas ese lugar con las personas más discretas y tolerantes. Sin contar con que al anexionar eventualmente a tu esfera muy privada pertenencias ajenas, un jersey que alguien ha olvidado allí y que utilizas para asentar el trasero, la toalla de los lavabos del piso con que te vas a restregar la entrepierna, los involucras en cierto modo, sin que ellos lo sepan.”

 

Catherine Millet, La vida sexual de Catherine M.

 

 

mestizajes

mestizajes

 

 

Hace muchos años que empecé a escuchar músicas seleccionadas por Dj Floro (http://www.djfloro.net/) en distintos programas de Radio 3 (sobre todo, en el Trópico Utópico que tan buenos fines de semana nos ha dado Rodolfo Poveda). Por fin, el sábado pasado me pasé unas cuantas horas en La Boca del Lobo bailando todo tipo de ritmos mestizos, desde el afrobeat hasta el soul, el funk, sambas, skas, calypsos y las versiones más cálidas de clásicos variados. Toda una inmersión y un trance que sólo recordaba de los tiempos de la ya difunta sala Suristán, también en Madrid y en la que también pinchaba nuestro mismo mago. Dj Floro parece un tipo circunspecto y distante detrás de sus lentes organizadoras, pero también bonachón y sagaz, que sabe cómo jugar con los deseos y las células danzantes de su público. Y son estas personas de verdad las que te hacen viajar con dignidad por los ríos de cultura, mezcla e inventiva de medio mundo. ¿Para qué vamos a esperar otro cielo teniendo la dicha tan cerca?

 

 

Al otro lado

Al otro lado


La premiada película “Al otro lado” (Fatih Akin, 2007) es un magnífico relato de tres relaciones padre-hijo (dos, más exactamente, de madre-hija) con sus atractivos entrecruzamientos y casuales coincidencias. De fondo se halla un interrogante crucial acerca de la segunda generación de emigrantes turcos en Alemania y las relaciones con Turquía desde las contradicciones internas de este país y de todos los personajes que componen la trama. El padre de Nejat, Ali, ha salido adelante en Alemania pero al final de su vida se encuentra solo y la forzada relación que mantiene con una prostituta, Yeter, provocará su expulsión a Turquía. Su sombra de soledad y abandono se cierne sobre su hijo que ha abandonado las clases en la universidad, hacia las que no sentía especial devoción, abriendo una librería alemana en Estambul. Nejat llega a esta ciudad con la excusa de ayudar a la hija de Yeter, Ayten, de la que apenas sabe un par de cosas. Lo mismo que ella con respecto a su madre, a la que imagina trabajando en una tienda de zapatos y a la que acude a buscar huyendo de la policía turca por causa de su militancia política. Pero Ayten será pronto extraditada y encarcelada en Turquía, desatando que su amiga alemana, Lotte, vaya a buscarla, y, tras ella, la madre de ésta, Susanne. Estas búsquedas mutuas y desesperadas, y los consiguientes desencuentros dejan una sensación de angustia constante, acentuada por las muertes, o su acecho, que se van sucediendo. Sin embargo, la atmósfera luminosa y cálida es engañosa, presentando esas pérdidas de forma inesperada, pero como si fueran naturales de acuerdo con el marco de inseguridad que atraviesa todo el ambiente en Estambul y en la Alemania en que viven los turcos. La intensidad de cada gesto y de cada plano ayudan a sumergirse en un crisol en el que el azar ha repartido injustamente la supervivencia. Y no todos los supervivientes tienen tiempo para reconocerse.



cosmos y vidas

cosmos y vidas


Cuanto más me irritan los discursos religiosos en boca de jerarcas eclesiásticos y líderes mesiánicos de todo pelaje, más tiendo a refugiarme en la literatura científica más dura a mi alcance. “A mi alcance” significa que sea digerible, intrigante y cargada de esa belleza que te desborda cuando sientes que vas descubriendo una racionalidad oculta en el mundo. En el campo de las ciencias naturales mi osadía no suele pasar del nivel de la divulgación científica y el interés suelo alternarlo con otros géneros, según el ciclo de vida en el que me encuentre. Por distintas razones, en los últimos meses he adquirido varios libros sobre cosmología, darwinismo, energías y cibernética. El año pasado ya me había incursionado en el campo de la paeloantropología y, como quien no quiere la cosa, voy atando cabos de materias en las que a veces reconozco a mis hijos adolescentes más duchos que yo. Por eso al principio compro los libros pensando en seguir alimentando sus curiosidades, pero antes de regalárselos prefiero cerciorarme yo mismo de lo que acontece en sus páginas y acabo tan enganchado en su lectura como con la poesía y la prosa más refinadas.


El último que he finalizado se titula “Aves, maravillosas aves. Los diálogos entre el cielo y la vida” y su autor es Hubert Reeves. Aparte de enriquecerme con hipótesis acerca de la complejidad en la naturaleza y de seguir tentándome a encontrar sustanciosas analogías con lo que ocurre en la sociedad, me han parecido fascinantes los hechos que enlaza entre la evolución del universo y la evolución de las especies en este planeta finito en el que moramos. El científico que se mete a divulgador suele dar rieda suelta a sus pasiones y va colando trozos de su biografía en un relato en el que pretende equilibrar el entretenimiento y la explicación científica de hechos relevantes. Así que Reeves, en este sentido, domina bien este arte de la comunicación ya sea para hablar de la migración de las aves o de las erupciones volcánicas. Para mayor deleite, cada dos páginas te acompañan una o más ilustraciones esclarecedoras: mapas, esquemas, grabados y hasta líricas fotografías.


En los primeros capítulos reconstruye los instantes iniciales del universo y la formación de nuestra galaxia, del planeta Tierra y de su satélite lunar, según las teorías más aceptadas. Todo proviene de estallidos y amalgamas de materiales dispersos. El cosmos está lleno, además, de piedras volantes que siguen chocando entre sí. De ahí esa imagen de la Luna plagada de cráteres. Lo curioso es que la Tierra ha recibido igualmente millones de impactos a lo largo de su historia: del impacto de un asteroide gigante se expulsó tanta materia al espacio que ésta se reunió entre sí para formar la Luna; por el impacto de un meteorito gigante en el Yucatán mexicano se extinguieron la mayoría de los dinosaurios y de los pocos que quedaron surgieron después esas miles de aves que parecen tan dulces y plenas en su dominio de los cielos. Y de “ahí fuera” siguen cayendo objetos, aunque los más grandes vienen cada más tiempo (cientos de millones de años), mientras que los más minúsculos caen con mayor frecuencia de la que nos imaginamos (miles de ellos cada año); pero nunca dejan de venir, de caer, de erosionar y de interrumpir la “apacible” vida terrestre. Todo está vivo, todo se mueve. Del mismo modo, las órbitas de los planetas de nuestro sistema solar no son absolutamente regulares, sino que van acumulando modificaciones que dentro de miles de millones de años pueden dar lugar a cataclismos planetarios, aunque ahora parezcan un portentomde estabilidad y orden.


Y, sin embargo, el universo se expande, se enfría y se dirige a una muerte térmica segura, al estado de máxima entropía y equilibrio... Reeves encuentra múltiples indicios de cómo la materia y los organismos vivos se resisten, no sabemos hasta cuándo, a esa tendencia. El cambio es constante en el universo. Y, curiosamente, todos los fenómenos y seres que lo sufren están sujetos tanto a unas pautas de regularidad y convergencia, como a accidentes fortuitos y decisivos para que, por ejemplo, sobreviva una u otra especie. Los gatos y las serpientes perciben, “ven”, la radiación infrarroja; algunas aves, incluso las ultravioletas; el ojo humano tan sólo entiende una pequeña fracción del conjunto de ondas electromagnéticas entre las dos anteriores... En fin, sólo son algunos recuerdos de los primeros capítulos; imaginad todo lo que queda en un libro así para seguir seduciendo ese afán de saber que tantos profesores truncaron indolentemente durante los años de encarcelamiento escolar (mi homenaje, no obstante, para aquéllos pocos que me enseñaron a usar el espíritu científico para animar a romper las rejas y a ejercer el libre albedrío con “conocimiento de causa”). La humildad y la hermosa perplejidad que te inundan leyendo libros así, en todo caso, no tienen precio. Por desgracia, esta maravillosa comprensión del mundo no parece haber sensibilizado mucho a tanto predicador, comerciante de almas y arengador militar a la vista de su triste abundancia.